Reinvención de la Argentina

 

La operatoria política sobre el destino nacional requiere de una particular simbiosis del operador con la identidad nacional. No se puede operar sino a partir de lo que se es, y no se puede imaginar el futuro sin la percepción correcta de la direccionalidad de la propia historia. O sea que toda adivinanza sobre el destino y todo intento por alcanzarlo parten de una construcción previa, que tiene como base tanto el reconocimiento de la propia identidad como la reflexión sobre la propia historia. No hay propuesta política sin proyecto político, y no hay proyecto político sin identidad cultural y conciencia histórica.

La verbalización de los aspectos nacionales que tienen que ver con la identidad y la historia es parte de un proceso quebrado, desatendido y minimizado a lo largo de la existencia argentina, por el desprestigio social de escritores, intelectuales y pensadores, y por el liderazgo muchas veces insuficiente de los dirigentes políticos. La reparación de este desatino social está en manos de la comunidad en su conjunto, que debería valorizar a aquellos que le muestran de modo visible los aspectos menos conocidos de la identidad colectiva, y exigir la discusión pública de su propia historia como modo eficiente de conectarse de manera concreta con la posibilidad de dominar su destino.

Si bien futbolistas y modelos expresan el cuerpo físico, bello y competitivo de la nación, no estaría de más postergar por algún tiempo la satisfacción dionisíaca y lanzarse a algún ejercicio de competitividad intelectual que asegurase, por ejemplo, políticas más útiles para el conjunto de los argentinos. La espiritualidad aplicada al campo del conocimiento del propio destino abriría espacios de conocimiento para la comunidad en su conjunto y permitiría, además de un debate acerca del propio destino, un filtro eficaz para dirigentes codiciosos y desinteresados de la suerte común.

No hay planificación estratégica política sin asociación con el imaginario colectivo: los embriones de proyectos apuntando al destino probable deben verbalizarse y discutirse en un espacio público. Así, devolver la palabra al lugar de privilegio que debe tener en una comunidad que aspire a un desarrollo intensivo de sus posibilidades es la primera condición necesaria para que todo pensamiento individual acerca del destino nacional (incluyendo el pensamiento de políticos y estrategas) pueda operar concretamente sobre éste. La Argentina sólo puede ser por el deseo de ser, pero el deseo de ser no es operativo si no es expresado en palabras. La Argentina debe decirse, y decirse bien. Y esta es la tarea colectiva inminente de una comunidad que llama en silencio a sus propios líderes, a los dueños de las palabras que hablan las mismas palabras que el pueblo, sujeto de destino, hablaría, si pudiese hablar.

La verbalización de las Argentinas deseadas, entrevistas o vislumbradas, lleva al inmediato y posterior planteo de la concreción de esas Argentinas, planteo de ensayo de prueba y error, tanto como cotejo del destino deseado con la realidad. Del intelectual al político, el nudo verbal atrapa las imágenes diversas del destino inmanente. Las imágenes que son herencia del pasado, las imágenes del presente y las imágenes del futuro que aún no han revelado su carácter de fantasía o realidad contundente. En el proceso aleatorio de la construcción imaginaria de todas las Argentinas, las deseadas y las posibles, se incluye un proceso de destrucción: el de las Argentinas inviables del pasado, el de las imposibles reiteraciones, el de las Argentinas canceladas por el tiempo. Destrucción y construcción creativa en manos de los poetas y del pueblo, amasado del inconsciente colectivo en palabras que tejen la trama de una historia venidera; todo eso es literatura previa a la política, y aún literatura política de alto vuelo.

Se trata del mito. Las naciones precisan de un mito para vivir; o sea, más estrictamente, precisan creer en su idea de destino para poder construirlo. No hay futuro sin construcción consciente de ese futuro, ni destino real sin mito concurrente. La Argentina no intelectual renuncia al destino por medio de la renuncia a la construcción del mito. Se rehúsa a construir el mito, con todo lo que un mito puede contener de mentiras y anticipaciones fantasiosas de la realidad. Bajo el emblema del realismo y la verdad, se excluye el pensamiento poético acerca del futuro, que no es, o no debería ser —en la más acertada de sus expresiones— sino pura clarividencia acerca del propio destino.

La reinvención de la Argentina, entendida como Nación con un destino propio y singular a ser concretado, no es entonces ajena al despliegue literario de sus escritores y artistas, de sus intelectuales y políticos. Octavio Paz ha señalado más de una vez que el ensayo es el género más cercano a la poesía, queriendo significar con esto que el pensamiento estudioso y crítico abreva en las mismas fuentes de lo no sabido que la poesía, e interroga con la misma fuerza al ángel desconocido para que dé una respuesta. La intuición poética acerca de lo que somos como pueblo y de lo que seremos, de lo que hacemos y de lo que haremos, es equivalente a preguntar en conciencia a la propia identidad y a la propia historia, para ordeñarles verdades. Las ensoñaciones literarias imprecisas del aire, el agua, la tierra y el fuego argentinos expresan tanto destino como la política construcción romántica de Argentinas potentes, irradiantes, gloriosas.

Que el terreno de lo ilusorio empariente toda reflexión acerca del destino argentino con la locura no es tema ajeno a una cultura al fin de cuentas de raíz española, en la cual el Quijote es el molde de todo carácter nacional. Pero, como señalase otro ilustre español, Salvador Dalí, la locura no es sino una interpretación particular de la realidad. Una interpretación particular que, además, supone una ilusión firme. Y de ilusiones firmes que concretaron destino está llena de ejemplos la historia. Incluso la nuestra, porque no se cruza enfermo los Andes para liberar un Continente sin, digamos, algún grado de firme ilusión.

Así es que, entre las carencias comunitarias argentinas, está la de la libertad intelectual para asumir ilusiones firmes, o sea para jugar con diferentes interpretaciones de la realidad, hasta dar con la eficiente, la que promete y, a la vez, da la señal de cómo concretar destino. No hay código común entre los argentinos para aceptar el pensamiento delirante compartido acerca de la Nación. Excesos y fracasos han hecho al común de los argentinos desconfiados en demasía acerca de toda imprecisión material, acerca de toda ensoñación optimista sobre del futuro o el propio destino. La literatura nacional no pasa por su mejor momento, y la imaginación disparada sobre el acervo cultural argentino goza de un franco desprestigio.

En este acto de volver a la mejor y a la peor de las actitudes argentinas, la de la desconexión con la realidad más cruel e inmediata, se pueden trazar los límites de los que se ha carecido históricamente y, devolviendo al pensar poético a su lugar literario, recuperar para la política el fondo espiritual de la creatividad verbal en total libertad. Las imágenes del destino que se revelen como verdaderas, como en toda obra de arte, se sostendrán sobre sí mismas, y hablarán de la calidad de percepción del argentino que las generó. Lo imaginario, referido a otra realidad posible —no verificable de antemano pero de posible construcción colectiva, por intuición o por sugestión— puede ser obedecido por la realidad. Los mitos se perciben pero también se inventan, y de esas mentiras constructivas están hechas las historias de los grandes pueblos. La Argentina es, además de una nación, una historia de destino posible de ser escrita. Como tal, es literatura. Y literatura de anticipación política, en el caso de cualquier ensayo que pudiese ser leído también como anticipación poética. A la poética y a la política las separan apenas tres letras y menos que eso, en la cabeza de Aristóteles, el gran fabulador de la organización política occidental.

 
 

El mapamundi espiritual

 

Todos estamos familiarizados con el globo terráqueo y el prolijo mapa del mundo. Sabemos que la Argentina ocupa buena parte del territorio americano en su porción sur, y podemos discriminar a los demás países, según su ubicación en el mapamundi físico. Pero si creemos que más allá del mundo visible hay un mundo invisible, si más allá del mundo físico territorial hay un mundo espiritual, deberíamos comenzar a pensar seriamente en un nuevo mapamundi, espiritual esta vez, en el cual la espiritualidad de cada nación ocupa un determinado lugar y conecta con las demás, en particulares nodos fronterizos.

La idea de esta patria común celeste —para usar la nomenclatura marechaliana—, en la cual se discriminan todas las naciones como personalidades espirituales colectivas que aportan al mundo espiritual global, es especialmente útil a la hora de repensar el destino argentino. Finalmente, no hay individualidad en el universo ni personalidad nacional que no se engarcen en esta patria espiritual universal, que toma el nombre de Dios o de Madre Naturaleza o de Fuerza Universal, según, para describir una idéntica unidad e infinitud. En términos no religiosos y sí políticos, los argentinos pertenecemos, también, al más potente y superior de los mundos invisibles, y nuestros actos se reflejan en él y a la vez volvemos, cada vez, a recibir el reflejo de nuestros actos. Los argentinos tenemos diálogo con el mundo espiritual invisible, al igual que otras naciones, y misteriosamente generamos actos y secuencias que nos afectan, a la vez que afectan a las demás naciones, y recibimos además el eco de acciones de éstas, no siempre explicitadas en las primeras planas de los diarios. Es decir que hay un acontecer de los pueblos, de todos los pueblos de la Tierra, que sucede en el plano espiritual, que no es siempre voluntario ni mensurable, y que sin embargo nos afecta y afecta la historia del mundo y nuestra propia historia individual.

Cuando hablamos de destino de una nación, hablamos también de la relación de una nación, de la relación de un pueblo, con este misterio espiritual, del cual poco se puede decir sino que existe y que más vale tenerlo en cuenta. Instrumentistas sensibles de ese territorio, los sabios, videntes y artistas, exploran el acontecer invisible con sus almas como sismógrafos. Son conscientes de pertenecer a un pueblo histórico específico, en nuestro caso el argentino, sometido a sus propias leyes de progreso y crecimiento, con sus propios escollos de autoconocimiento y sus propias pruebas de desarrollo, destinadas a producir cualidades útiles para el desarrollo de un pueblo más amplio, en la escala continental o universal. Estos exploradores del mundo espiritual buscan las señales, trazan el sendero e iluminan el camino por donde avanzará, confiado y seguro, el pueblo que los gestó y que los usa como sensor de precisión, en una conducta de raíces tanto biológicas como espirituales.

Entre los que se mueven a sus anchas en el mundo invisible no hay sentimientos parecidos a la depresión de pertenecer a un país sin importancia, ni a la negación de la identidad nacional, y mucho menos a la incredulidad acerca de la existencia de un destino único a ser logrado. Entre los navegantes sin brújula del mapamundi espiritual se sabe de antemano que las únicas señales de rumbo correcto provienen de la creatividad y de la actividad permanente, y se rehúyen las aguas apáticas de la negatividad y la indiferencia acerca de la nación que los lanza a esa aventura. Para los aventureros de la patria espiritual, la tentación de creerse perteneciente a un país feo y sin arreglo es siempre menor a la tentación de trabajar a destajo por la creación de la belleza, y por encontrar, a fuerza de provocación, el destino anunciado, a la vuelta de cualquier esquina de la historia.

Las leyes de esa patria celeste plantean, sin confusión, la felicidad como objetivo, la felicidad del pueblo, claro está, porque las naciones no están hechas de otra cosa que de hombres, y el mundo espiritual no está hecho de otra cosa que de los sentimientos de esos hombres. Entonces, el autoconocimiento que ese pueblo tiene de sí y de sus aspiraciones está en la base de su accionar espiritual para concretar destino, y nada de esto sucede si ese pueblo no alienta un deseo de armonía, de logro, de plenitud, de felicidad. La resignación que muchas veces posee a los argentinos, así como esa increíble apatía y ese escepticismo acerca del propio destino, deberían definitivamente liquidarse como sentimiento nacional y ser reemplazados por una legítima y saludable aspiración a la felicidad. ¿Por qué los argentinos estaríamos condenados a no ser felices? La sola idea de considerar que la infelicidad está en contra de nuestra naturaleza espiritual, y más aún, que esa certeza de infelicidad contradice nuestro destino de pueblo feliz, pleno y útil a la humanidad, debería lanzarnos a una cruzada optimista en pos de nuestra propia felicidad, y hacernos, como dijera repetidamente el General Perón, artífices de nuestro propio destino. La dimensión espiritual forma parte de la actividad nacional, y está en la misma base de su autoconstrucción como Nación.

Cuando decimos identidad, decimos destino. Cuando decimos destino, decimos identidad. Los argentinos somos , y en ese mismo ser está inscrito nuestro destino. Y en ese destino, no hay otra cosa que argentinos tal como somos. Es decir que siendo, habiendo nacido en este pueblo y formando parte de esta Nación, no podemos escapar a nuestro destino. Podemos demorarlo, entorpecerlo, esquivarlo y aún malograrlo, pero no podemos cambiarlo, así como no podemos cambiar quienes somos, ni por qué nacimos aquí, ni por qué dentro de determinadas coordenadas históricas y culturales. La aceptación de nuestra identidad es equivalente a la aceptación de nuestro destino, y ambas cosas no son ajenas a la historia de los vecinos pueblos americanos, los más inmediatamente afectados por nuestro accionar, ni ajenas a los pueblos de la Tierra, que también sufren o se benefician con nuestra armonía que busca congeniar con la armonía universal.

La filiación más alta que cada ser viviente tiene es la de la inmensa unidad espiritual que abarca el Universo y vincula a todos los organismos vivos entre sí; y en escala descendente, pasamos por la filiación terrestre, por la filiación continental, por la filiación nacional, provincial, municipal, barrial, familiar. Hijos de grupos cada vez más pequeños e interrelacionados en una infinita red universal, hacemos de la idea de patria una unidad cada vez más pequeña y a la vez cada vez más amplia. La patria como sentimiento de pertenencia, en el mundo espiritual, va desde esa patria pequeña y personal que es una madre, un padre, una mujer, un marido o un hijo, hasta la patria compartida de la unidad energética universal, pasando por esa patria específica del pueblo al que se pertenece. La Argentina como patria es siempre un destino personal, elegido, y asumido con tanto amor y vehemencia como nuestro sentimiento de pertenencia nos permita sostener. Ese destino es el que es. A cada argentino, el darse cuenta.

 
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