La pequeña sastrecilla valiente

 

Guardó el dedal, guardó la tijera. No tenía hilo marrón, no podía coser los botones del pantalón de Cristóbal. En casa de herrero, cuchillo de palo. Arrojó nerviosamente el viejo costurero de mimbre dentro del cajón de la cómoda. En veinticinco años de casados no había podido convencer a Cristóbal de que las costureras del taller se ocupasen también de la costura doméstica. Su marido gruñía irritado: el taller es el taller, y la casa, la casa.

A Lorenza no le faltaba nada. La prestigiosa sastrería teatral había mantenido su clientela a través de los años. Las figuras del cine, el teatro y la televisión apreciaban a Cristóbal. Discreto y habilidoso, siempre cuidaba de favorecer a su cliente. Sabía conformar por igual a hombres y mujeres. Ahorrativo y generoso a la vez, era el preferido de los productores, que estimaban su buen sentido comercial. El alquiler de trajes se había convertido en un negocio medianamente rentable, que solo requería el esfuerzo de mantener el buen estado de las ropas, de renovarlas cuando fuera necesario y de asegurar el eficaz tránsito de las mismas. Cristóbal nada tenía que inventar: el mecanismo aceitado repetía día tras día los movimientos aprendidos a lo largo de varias décadas.

Lorenza había entrado dos veces en la sastrería. La primera, cuando en un colectivo le robaron la cartera. Andaba cerca de allí y, a pesar de temer la reacción de su marido, no se le ocurrió otro lugar adonde recurrir. Cristóbal no estaba: había acompañado una entrega importante en un estudio de cine. Sentada en un largo banco junto a la vidriera, esperó una media hora. A pesar de la amabilidad de la empleada —Martita, con quien alguna vez había hablado por teléfono— que la atendió entre solícita y curiosa, decidió irse. La llegada de tres jovencitas rubias, muy parecidas entre sí, que devolvían tres idénticos vestidos de holandesas, y la posterior discusión de las jovencitas con José —el encargado, a quien conocía de nombre— por un zueco que volvía destrozado, aceleraron su partida. A Cristóbal no le gustaría encontrarla allí, espiando durante tanto tiempo el ir y venir de clientes y empleados.

Su segunda visita al local fue programada. Un popular noticiero de televisión otorgaba una distinción a Cristóbal por sus veinte años en el mundo del espectáculo. Cristóbal consideró que su mujer debía estar presente en dicho homenaje. Las cámaras registraron el acontecimiento; las vecinas juraron haber visto a Lorenza detrás de un grupo de personalidades.

Las jornadas de Lorenza eran agobiantes. Le gustaba tener la casa reluciente, y los pisos de madera y los espejos —una manía de Cristóbal— exigían largas horas de limpieza. Su único alivio era no haber tenido hijos: difícilmente hubiera podido soportar otras personalidades exigentes e imperativas en la casa. Con Cristóbal ya era suficiente. Era un hombre leal a sus costumbres. Todas las noches volvía a la misma hora, pedía su mismo vermut. Comía invariablemente pastas o churrascos. Sus piyamas solo podían ser de color celeste.

Lorenza se sobresaltó apenas lo vio. Las cuatro de la tarde era una hora inusual; que lo acompañara José, tremendamente inquietante. Cristóbal, apoyándose sobre el brazo de José, buscando otro sostén en muebles y paredes, pálido y sin hablar, caminaba lastimoso hacia el dormitorio. Lorenza se le adelantó y en forma automática, abrió la cama para que no se le arrugara la colcha. Cristóbal se acostó y enseguida quedó dormido. José, con la frente transpirando por el esfuerzo y el miedo, dio las explicaciones del caso a Lorenza: Cristóbal se había quejado de un dolor en la espalda, respiraba mal, se había desmayado. Había que conseguir rápido un médico.

El médico, después del examen, diagnosticó un infarto. Cristóbal tenía que cuidar el corazón, hacer reposo. Lorenza tembló. Cristóbal era insoportable sin que ninguna enfermedad contribuyera; encerrado en casa y sin poder trabajar, amenazaba con convertirse en un castigo permanente.

Así fue. Los empleados, incapaces de moverse sin tutela, iban y venían de la sastrería. Traían sugerencias, buscaban consejos. Desde la cama, Cristóbal continuaba supervisando la buena marcha del negocio. Cuando llegaba José junto al lecho del enfermo, Lorenza debía retirarse y cerrar las puertas. Los dos hombres hablarían del trabajo.

Lorenza lo veía desmejorarse a pesar del reposo. Las noches eran una continuada pesadilla en la cual Cristóbal hablaba de pruebas y clientes, preguntaba por los yelmos o las escafandras, por el kimono o la túnica del gladiador. Lorenza se tapaba las orejas con la almohada mientras Cristóbal hacía girar su calesita de damas antiguas y soldados de San Martín. Ella deseaba no tanto que él se curara como que volviera a la sastrería y permitiera así que el orden se instalara nuevamente en el hogar.

Cuatro médicos consultados ratificaron el tratamiento: si Cristóbal quería vivir, debía abstenerse de todo esfuerzo. Aun así, no daban garantías. Lorenza comprendió; se le escaparon algunas lágrimas de impotencia. Su marido era un muerto en vida. ¿Cómo asegurar la futura subsistencia?

Las visitas de los empleados comenzaron a espaciarse, las escasas consultas eran hechas telefónicamente. El teléfono de la casita de Parque Patricios sonaba cada vez con menos frecuencia. Lorenza atareada atendía las necesidades domésticas y los cada día más incoherentes caprichos de Cristóbal. Por momentos era como si perdiese la razón. Se comportaba como una criatura, pataleaba. Lorenza a veces tenía que sujetarlo por fuerza a la cama. No podía sola y debía requerir ayuda. Las vecinas la compadecían y ayudaban de buen grado. Lorenza era para ellas una heroína. La admiraron aún más el día en que vinieron con urgencia a buscarla de la sastrería.

Agobiada por el destino, a Lorenza le esperaba una misión complicada.

Cristóbal estaba semiconsciente. Lorenza debía reemplazarlo y laudar en una feroz reyerta entre empleados. No había otro árbitro posible.

Lorenza se vistió con esmero frente al espejo. Con el tapado marrón tenía buen aspecto. Se puso sus guantes negros, porque usar guantes siempre quedaba mejor y sacó su mejor cartera del inmenso ropero. Cristóbal la miraba con los ojos vidriosos, la mandíbula floja. Lorenza infló sus pulmones con gozo. Cristóbal no podía hablar. Ella se estremeció de placer: por fin podría ver cómo era la sastrería en su intimidad. La gigantesca puerta de roble que la separaba de la calle pareció abrirse sola, se deslizó liviana sobre sus goznes invitándola a salir. Lorenza temió que Cristóbal se irguiera y de un golpe la detuviera. No había riesgo. Bien sabía que la cura sería lenta o imposible. En el zaguán quedaba Doña Cata, abrazándola, animándola a que se fuera tranquila: ella se haría cargo del inválido.

No le costó demasiado comprender que durante la ausencia de Cristóbal más de un empleado se había hecho el vivo. Con nulos conocimientos contables pero con mucho sentido común, interrogó a solas a José. Los principales sospechosos de meter la mano en la lata eran dos jovencitos con poca antigüedad en el empleo. Cristóbal había enfermado antes de poder evaluar la efectividad y honestidad de los recién llegados. Lorenza se indignó y, algo impulsivamente tal vez, decidió defender lo que también era suyo. Se tomó el pequeñísimo atrevimiento de mandar despedir a los dos empleaditos ladrones. Antes de retirarse, sugirió a José que se la consultara más a menudo. Hasta tanto Cristóbal se repusiera, ella podría colaborar en lo que hiciera falta.

En la vereda, Doña Cata se restregaba las manos. No la dejó bajar del taxi, metió alargando el cuello la cabeza por la ventanilla y le anunció, con su mejor diplomacia de barrio, que don Cristóbal había pasado a mejor vida. Lorenza suspiró: Cristóbal iba a amargarla hasta último momento. Una tarde tan feliz, completamente arruinada.

Bajó del taxi; la cuadra entera cubierta de gente. Le palmeaban los hombros, le daban palabras de aliento. Lorenza quedaba sola, le decían, pero tenía amigos. Era cierto, quedaba sola. Pasmada, entrevió una vida diferente.

Lo primero que hizo fue un atado con sus polleras rotosas y sus vestidos desactualizados. Se presentó en la sastrería a primera hora; suponía bien que la dueña debía dar el buen ejemplo. Entregó el paquetón a la más dócil de las costureras y se hizo tomar las medidas. Henchida de satisfacción por esta primera gran victoria sobre su pasado e hinchada por los dulces caseros consumidos durante el velorio, pidió la ropa holgada. Le gustaba estar cómoda para trabajar.

La situación no era próspera. José le mostraba los libros, interpretaba los números y le enseñaba en los intermedios a firmar cheques y pagarés. Lorenza no perdía palabra. Sentada en la silla de Cristóbal, tras el vidrio estratégicamente ubicado, podía controlar el movimiento del local.

Además del inevitable control de cobros y pagos, le encantaba asistir a las pruebas de vestuario de actrices y actores famosos. La posibilidad de manejarlos a su gusto, después de haber sido durante años una de las tantas admiradoras silenciosas, la colmaba. Nada más gratificante que cantarle cuatro frescas a Alfredo Alcón por haberse permitido engordar, o sugerirle a Nélida Lobato cambiar de peinado. No sabía demasiado de trajes, estilos ni complementos, pero había encontrado su manera de reinar. Dividía las opiniones y optaba ya por unas, ya por otras, ecuánimemente para no enemistarse con nadie. Hasta el práctico José caía en la trampa. Solía decirle: “Se ve que a usted Don Cristóbal le enseñó muy bien”.

Una vez por mes iba al cementerio y agradecía al Cielo por la oportuna muerte de Cristóbal. Se sentía plena, realizada y feliz, y acomodaba flores con afecto sobre la tumba de su marido. Ante quien pudiera oírla, engrandecía el retrato de Cristóbal, sastre sin igual, marido ejemplar. Ella continuaba humildemente la tarea que él había emprendido; en su memoria, ella se sacrificaba. Su temple despertaba admiración.

Su seguridad crecía y crecía. Ya se entendía con acreedores y deudores. Perdía kilos y torpeza. Casi delgada, con el dedo fino recorría el iluminado salón de la sastrería señalando hilachas. Exigía a sus empleados una total dedicación.

Cuando la sastrería no pudo ya prescindir de su cotidiana dirección, Lorenza debió emplear a una muchacha que la reemplazara en las tareas de la casa. Los vecinos la oían llegar tarde en la noche. Un gran estrépito de puertas golpeadas con violencia indicaban que Lorenza ya estaba en casa, y cuando los gritos de disconformidad porque la comida estaba fría o las cortinas sucias tronaban en la cuadra silenciosa, concluían que la muerte de Cristóbal y el exceso de responsabilidades habían quebrado sus nervios. Tanto quería a su marido que no se resignaba y, en vez de llorar, blasfemaba.

Doña Cata, dos veces por semana, la acompañaba en la comida. Le traía postres y golosinas, le manifestaba su pena por verla tan flaca, le recomendaba comer y no dejarse ganar por la tristeza. Era ciertamente muy duro para una mujer perder a su marido y, a sus años, tener que salir a trabajar.

La sastrería había retomado su vertiginoso ritmo de los mejores tiempos. Lorenza organizaba y distribuía el trabajo; no tenía piedad para las negligencias. Para ella, la base del negocio era la prolijidad en la ropa, la puntualidad en la entrega y la puntillosidad en el cobro. Los antiguos clientes, tal vez impresionados por su firme actitud, comenzaron a llamarla “señora Lorenzo”.

Sólo la preocupaba un inhabitual dolor en la espalda. Cuando aquella tarde se desmayó y José tuvo que acompañarla de apuro a su casa, decidió cuidarse. No permitiría que le pasara lo mismo que a Cristóbal.

El médico ordenó reposo y muy a pesar de ella tuvo que pedirle esa mañana a Doña Cata que alcanzara urgente a la sastrería unos papeles que José necesitaba con urgencia.

Doña Cata se vistió apresuradamente: hacía mucho que esperaba ese momento. Sentía un cierto resentimiento por la ingratitud de Lorenza, que jamás la había invitado a conocer la sastrería.

 
 
 
 

Una noche en La Clopine

 

I

 

Mrs. Wouk y Lilly de negro, comme il faut, el sepelio, el suave discurso del pastor, el ángel ceñudo de la morada final, ahí donde termina Quintana: sí, los hábiles y emprendedores Mr. Wouk no admiten otra cosa. Mr. Wouk Jr. mira a Lilly con los ojos húmedos —una cierta y lejana ternura que asoma en la mañana de sol indiferente—. Saludos, shake hands, besos: Lilly y Lew Wouk formalizan citas con algunos a los que no ven desde hace tiempo. Shake hands, besos, invitaciones, Lilly y Lew prometen invitaciones: todos tendrán un lugar en la inauguración de La Clopine, Quintana arriba, lejos de la muerte, besos, los tam-tam empecinados que anuncian la fiesta, fluyendo en las arterias de ebrios e intoxicados de humo, aspirinas y pequeñas angustias acumuladas. Mrs. Wouk se abre digno paso entre los amables concurrentes, el peristilo de la Recoleta es casi una fiesta, shake hands, pulseras de oro y anillos de brillantes, una cobra de platino en la garganta de una descotada: Lilly. Mrs. Wouk no aprueba esa cierta frívola indecencia de su nuera, pero olvida el desacato y sube al auto de su sobrino Will, un ingeniero lo suficientemente serio como para no tener ya más nada que hacer en ese entierro, poco solemne a su gusto. Un empresario americano que desde 1942 mucho hizo por la Argentina merecía un homenaje a lo grande. Más flores y palabras. Y fotos. Un flash estampa a Lilly y Lew Wouk, y a sus íntimos, Cristina y Yuyo Amodeo. Sí, traen a Johnny Rivers a La Clopine, solo por dos noches. Por supuesto, solo ahí: no va a hacer televisión.

 

II

 

El diariero grita, y Estela se precipita a la puerta. Sobre el porche, La Razón envuelve cuidadosamente a El Hogar. Un vistazo distraído a Ramona, y luego a devorar los retratos en blanco y negro de la revista casi suntuosa. Estela se apura, le queda una hora entre los deberes del colegio y la cena: es el tiempo de aprender los nombres y los rostros, los peinados y los vestidos, las bodas, presentaciones en sociedad, paseos al campo y shower-teas de un mundo que no sabe si en realidad existe. Por aquí anduvo Monique es casi una película con actores y actrices que fingen ser personas de la vida real, con un argumento donde lo único que cuenta es la fiesta. La fiesta. Larga fiesta que dura hasta que la madre de Estela se apodera de su revista, hasta la semana siguiente en que el papel renueva los nombres y los rostros del ininterrumpido festejo, lo que comen, lo que beben, lo que visten. La fiesta tiene que ver con un casamiento, quién se casa con quién, los viajes, la Bahía de Río, nunca hay fotos de la luna de miel.

El shower-tea de Lilly, sus compañeras del Mallinkrodt, el pudor desaforando en carcajadas obscenas, las vírgenes que no son más vírgenes, todas saben que Lilly se acuesta con Lew, que los padres de Lilly fruncen la nariz frente al hijo del rico comerciante y fingen ignorar el amor y la intimidad cubriéndolo con presteza de satén y raso, de tocados de organza y Avemarías impecables. Una boda es una boda, aunque se prolongue con un ridículo viaje a Pennsylvania, donde viven los abuelos de Lew. Placer y negocios no se deben confundir. Lilly Arrieta se desentiende de las opiniones ajenas, todo le divierte demasiado. Lew gasta dinero y la lleva al parque de diversiones. Great fun. Life is a great fun.

El padre de Estela se inclina ante el nuevo cliente: le explica el sistema crediticio del banco con su voz confiable y reservada. Un estilo eficaz que le ha permitido llegar de cadete a gerente.

Mr. Wouk amplía su mercado, abre sucursales here and there, inunda las calles con sus abrigos de buen estilo y sus inconfundibles tailleurs para dama. Sección niños, blazers, uniformes escolares, y todo lo que se pueda. Gran quinta en Maschwitz, dúplex ultramoderno en Cerrito (con un piano-bar en el noveno piso), una torre de doce pisos en la floreciente Mar del Plata. Business por todos lados brotan de esta tierra generosa.

A Estela le recomiendan aprender inglés, el bachillerato no sirve de mucho. El inglés permite la posibilidad de un buen trabajo. Secretaria bilingüe, recepcionista, intérprete, negocios, turismo, mil oportunidades. Argentina sola no sirve, no va más. Es la hora de la Argentina feto, muerta antes de haber nacido. Estudie inglés y gane mundo. Estos son los triunfadores del mañana. Lew Wouk aprende el oficio de Mr. Wouk y hasta lo supera. Lew, good boy, ya es padre, Lilly tiene un hijo cada dos años y diseña modas, la nueva moda superpráctica. Basta de Londres y París, hello New York! Los años sesenta se despliegan en todo su esplendor.

 

III

 

Sí. El señor Amodeo, que por cuarta vez le sonríe en la semana, es el inconfundible Yuyo Amodeo de la Café Society de Claudia. Escritorio de por medio, Estela lo asiste amablemente: le explica un cuarto posible itinerario por las Islas Vírgenes. Yuyo Amodeo no escucha demasiado y se hace repetir los detalles: el velero, las cuchetas, ¿si se desiste del crucero, hay hoteles disponibles? Estela vence su timidez y se atreve a preguntar: “¿Problemas de mareo?” Yuyo Amodeo le regala sus dientes en su famosa sonrisa: “No, de incompatibilidad de caracteres”. Estela registra un clinck en su cuerpo, alguien acaba de llamarla. La fiesta, la fiesta está cerca, del papel salió un ser de carne y hueso, que se aburre de tanto divertirse y espera consuelo.

“Quizás un copetín...”, desliza Yuyo Amodeo, y la mágica y anticuada palabra atrapa a Estela, con reverberaciones de brillantes aceitunas en un desconocido y ajeno dry Martini.

Cuadrados resecos de pan de miga, el whisky nacional, el bar verdoso y barato, el suburbio donde nadie sabe quién es Yuyo Amodeo (un señor apenas bien vestido), donde la anónima Estela se funde en un decorado familiar (nada notorio en su trajecito gris que consideró el más chic, ninguna indiscreción de lujo en el prendedor dorado de fantasía). El discurso susurrado de Yuyo, su amor por lo simple, por lo humano, su desdeño por la riqueza (la pobreza es una riqueza tan válida como la misma riqueza). Ser una empleada humilde y oscura puede ser la gloria; vestirse en Etam, un autorizado delirio de belleza.

Y esa cama del hotel oscuro, con los boleros aburridos, la luz colorada, el semen que se desparrama sobre la tierra empobrecida de Estela: Yuyo destaca de variadas maneras el carácter redentor de su abono, promete un lugar mejor, lujo, luces, fiesta.

La lista crece, desmesurada. Lilly la comprime, la ajusta, la reduce a lo esencial. Estarán los que importan del gobierno, y también el pinche que agilizó el trámite de habilitación municipal, las empresas —que deberán nutrir La Clopine con sus cotidianos ejecutivos, amigos de ejecutivos y visitantes extranjeros—, los periodistas que hablarán de La Clopine, los artistas que le prestarán su charme, la gente bien que le dará en definitiva identidad de lugar exclusivo. La Clopine debe ser un suceso comercial. Lew Wouk en su madurez no admite las cosas de otra manera: se terminó el romántico tiempo de los rincones exclusivos, para eso están las casas elegidas, y la fácil posibilidad, en este fin de los setenta, de volar hacia el Norte.

Las vidrieras vomitan sus lilas y amarillos: después de las seis, a la salida de la agencia, Estela elige interminables vestuarios. La robe de crêpe para comer en el Swissair, los pantalones pinzados para la vernissagge de Polesello, el abrigo blanco para un cóctel en el Club Cinzano, algo informal para la presentación del último libro de Gudiño. Gentes y productos se confunden, coloreadas piezas de un absurdo juego de calesita que gira, gira, gira. Yuyo no ha llamado más: su mujer, la discreción, la timidez, los hombres son muy tímidos en el fondo. Estela levita en Alvear y Libertad, los semáforos de Plaza Pellegrini brillan con un rojo estridente —pupila orgiástica de la ciudad—. La Clopine, pronto se inaugura La Clopine. Yuyo va a llamar. La Clopine, una ocasión única y perdurable, tops de lentejuelas doradas, slacks al cuerpo, vibración del tam-tam, Estela pone el pie en la fiesta, del brazo del incomparable Amodeo.

Sobre su escritorio, los fósforos Ranchera mortifican a Estela: hace dos días perdió su encendedor Dupont, imposible comprar otro hasta cobrar el sueldo, y aún así, está por verse. Yuyo Amodeo está en el Caribe, y Estela chequea las copias de los vouchers, hoy en St. Thomas, mañana en Puerto Rico. A un costado del escritorio, un recorte de revista explica el fenomenal suceso de La Clopine, que abrió sus puertas un mes atrás. Entre otros imprescindibles invitados, Yuyo Amodeo y Señora (no llevaba top de lentejuelas). Estela se distrae un segundo: Yuyo Amodeo es, a pesar de todo, una buena persona. La Clopine, encaje negro, strass multicolor, el escándalo, la buena sociedad, para él imposible arriesgarse con la amante: Estela escucha inexistentes explicaciones, perdona, disculpa, excusa al distinguido desaparecido.

La foto blanquinegra exhala un aroma rancio, tinta de ilustración, tiempo detenido, el humo vagabundo de los invitados, el champagne, el tam-tam silencioso fijado en una pierna al aire, sonrisas blancas, rimel y khol, arrugas de make-up, pelos de estropajo, smokings de deshollinador, harapos de princesas snobs, el logotipo de La Clopine impreso en la palma de cada mano, sello multicolor de los elegidos, un destino fugaz, resplandeciente, el halo de una fiesta. La fiesta, la fiesta. La interminable fiesta se desliza entre los dedos de Estela y cae al cesto de alambre, a su propia noche de ensueños y papeles.

 
Resumen
Fragmento
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