ÁMBITO FINANCIERO

 

Mirada sobre un Ulises argentino

 

Diana Ferraro, La muchacha del puerto

(Buenos Aires, Catálogos, 1998, 158 págs.)
 

Homero avisa a Penélope que Ulises llega mañana. La mujer ya no lo esperaba ni espera a nadie. En cambio, su hijo —que el hombre tuvo con otra mujer más arrojada— aún sueña íntimamente, ansioso de emprender él también su propio viaje. Pero esta historia no ocurre en la lejana Grecia, sino en la presente Buenos Aires.

Ellos tienen otros nombres, pero los años de lejanía, entre luchas y viajes, son veinte, una cifra que también es gardeliana y además tiene resonancias políticas. Esta vez Ulises fue un militante peronista “desaparecido”, que quizá reaparezca. En vísperas del reencuentro (de nuevo Ezeiza), la mujer lo evoca, perpleja, ansiosa, contrariada, resentida, de nuevo enamorada, y evoca los sueños de otras épocas, de otro país. Reprocha en el aire las noches sin amor, reclama contra una guerra que terminó “sin que se sepa quién ha vencido, sino el tiempo” y alcanza, al fin, aquello que verdaderamente la reconforta.

Poniéndose en el lugar de su personaje, probándose joyceana, Diana Ferraro (autora de Escenas de una película argentina, La Argentina como marca y otros ensayos y ficciones de real valía), hilvana y a la vez desata una rica variedad de asociaciones libres, donde su criatura recuerda, fantasea, piensa y se piensa cada vez con más pasión, es, no es, espera, inventa y se reinventa. En ese juego, la autora relaciona palabras como Itaca e Itaka, transforma a su personaje en otros, carnales y simbólicos —una infiltrada, una española de la conquista, una porteña casada con un inglés (“El inglés me desposa y me abre el dorso de un tajo, me salen vacas y espigas, ovejas y mazorcas”), etc.—, afirma cada vez más suelta “el zarandeo alegre de las carnes”, roza la blasfemia y la locura y al mismo tiempo ofrece sus pensamientos.

La suya fue la generación del '73. Sus pensamientos, entonces, hablan de un país de padres y huérfanos, de una Madre Patria a cuyo útero se vuelve, de un General que nombra siempre con mayúsculas (“sombra terrible de Perón, voy a evocarte”, parafrasea sarmientinamente) y algún general con minúsculas, que aún causa miedo, pero también tiene miedo (“¿una navaja le afeita el espinazo?”), pensamientos, en fin, atractivos en sí mismos y que por suerte enriquecen la trama sin detenerla ni demorarla demasiado. A veces hay algunos estiramientos y reiteraciones, pero siempre hay, por lo menos, buena literatura. Vale la pena.

 
Paraná Sendrós
 
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