Retrato del argentino americano

 

Un argentino es aquel que, para darse ese nombre a conciencia, sabe de qué está hecha su argentinidad: de un territorio concreto, con límites, con fronteras; de un pueblo compuesto por una base indígena, una inmigración temprana española, una levísima inmigración negra, una inmigración europea posterior —principalmente española e italiana—, diferentes inmigraciones minoritarias medio-orientales y asiáticas e inmigraciones de los americanos vecinos. Y de una cultura que, conservando restos de culturas primitivas indígenas, está organizada como una cultura hispánica por la lengua, la tradición oral y el sistema de emociones y pensamientos, y que, a través de la elite portuaria, incorporó aspectos valorizados de las culturas europeas predominantes en el siglo XIX, la inglesa y la francesa. El argentino americano es el que agrega a su dimensión completa y reconocida de argentino en todas sus variables genéticas, territoriales y culturales, sin negar ninguna de ellas y menos a una de ellas en expensas de otra, la dimensión continental.

El argentino es todo lo que es, pero además pertenece a un territorio único que presenta un cuerpo homogéneo y culturalmente semejante al suyo. El argentino americano siente que su cuerpo territorial es más extenso que el cuerpo que abarcan sus fronteras de nación. No tiene, cuando piensa en esa Argentina grande o cuando percibe una Argentina aún más larga de lo que es, una visión de agrandamiento imperial, sino la sensación de pertenecer a una dimensión mayor, más amplia que su territorio delimitado por la costumbre. El argentino americano advierte, cuando se permite ese salto en la percepción, que lo que creía su patria única es apenas una provincia dentro de una patria más grande y que esta percepción no es sólo un deseo, una visión a futuro, sino una visión reflejo del pasado. Su patria era tan grande como todo el continente, porque su patria, la que puede nombrar, la de la lengua, era el continente español o, con generosidad peninsular, iberoamericano —ya que mal haríamos en aceptar la gresca generada por los ingleses entre Portugal y España, y peor en reconocer al portugués un status lingüístico diferente al del gallego (español como el que más y, en la Argentina, sinónimo mismo del español).

El argentino americano que, guiado por su percepción, sale a caminar su continente como propio, descubre que, por más que camine, no sale de casa, y por más que busque extranjeros, sólo se encuentra con familiares que le dicen, en su propio idioma y con su mismo sentir, exactamente lo que quería saber: que, efectivamente, está siempre en el mismo lugar, con la misma gente. Que por azar, por insidia o por historia lleven distintos nombres, es un hecho sin importancia. Que hayan tenido mejor o peor suerte a lo largo de los últimos dos siglos es cosa del pasado: hoy están todos iguales, buscando su mejor fortuna para el siglo venidero.

El argentino americano es el que, así enterado de su existencia continental y reconocido como tal por los demás que comparten su condición territorial y cultural, no puede ya pensar en términos de nación individual sino que piensa en términos continentales. El argentino americano es un argentino más fuerte frente a las potencias económicas y culturales del mundo porque es un argentino más grande, y así como el argentino, cada fracción de pueblo continental americano es también más grande al asumir al resto, en un lazo de doble pertenencia. El argentino americano es parte de un todo enorme. Más enorme que el imperio mayor del planeta. ¿Será esto suficiente para crear un nuevo ego desde el cual suicidarse a satisfacción dentro de tres o cuatro siglos? Un ego colectivo, claro. Mientras tanto, la fiesta y el goce de crecer esperan. A cada uno y a todos.

 

El Quijote, la séptima raza y las mujeres

 

Durante el siglo pasado, y aún a comienzos de éste, era frecuente que los inversionistas privados europeos solicitasen a sus gobiernos acciones bélicas en contra de los países iberoamericanos que se atrasaban en el pago de los intereses de sus deudas. Así, Francia envió sus cañones al Río de la Plata, Holanda a Santo Domingo y Venezuela, España al Perú y Alemania a Nicaragua y Haití. Hoy ni los bancos norteamericanos ni los europeos se atreverían a pedir tanto, pero más allá de las otras presiones, coacciones y extorsiones que puedan hacer para recuperar los fondos prestados, el hecho es que, hoy como ayer, los países se endeudan desorbitadamente sin salir jamás de su pobreza. El subdesempeño productivo parece tan congénito como la visión a menudo ilusoria de las propias economías. ¿Qué hace que las dirigencias políticas endeuden a sus pueblos? ¿La mala fe para encadenarlos a la voluntad de los países poderosos? ¿La inocencia técnica acerca de la relación entre gasto público y producto bruto interno? ¿O un desprecio absoluto por la economía y por la realidad material, porque la vida está en otra parte? Por las tres razones antedichas, sin duda, de las que a los pueblos sólo se les puede achacar la complicidad en la última. Así, a pesar de los escuadrones de nativos graduados en Harvard, Yale y el MIT de Massachusetts, desembarcados en cada capital iberoamericana para convencer a los pueblos de que su salvación pasa por una economía ordenada, los pueblos, aún aceptando en desganada obediencia las recetas, siguen con la mirada en las estrellas. Para los pueblos iberoamericanos, como para el Quijote, la vida real, la verdadera vida, está en otra parte, más allá de la apariencia visible.

¿Hispanía como sinónimo de insanía? ¿Presentimiento, clarividencia, intuición amorosa del futuro? Lo real maravilloso, el realismo mágico, son calificativos que sólo se aplican a las literaturas de América o a las de otros sitios, cuando en la realidad aparente se atraviesa el mundo espiritual como más real, concreto, tangible. Ese mundo en el cual lo espiritual adquiere una visible categoría de material; ese mundo en el cual la identidad personal es el factor más importante de la economía, el plus necesario para acceder a las infinitas riquezas del universo, de las cuales el oro siempre es la más desdeñable por obvia. ¿Cuál es el último misterio del Quijote americano? ¿Cervantes pidiendo un empleo al rey en estas tierras? ¿Un Quijote que descubriese que su estado de enajenación en España sólo es estado de propiedad en América? ¿Un Quijote que, enamorado de una princesa ideal, tomara a una doncella de posada como dicha princesa, y la elevase en la realidad a categoría de princesa, eliminando por su revolución la locura, porque la posadera sería finalmente la princesa soñada? ¿Un mixto de Cervantes con Perrault? Pero, ¿qué es, si no, Evita, qué es Perón, qué es el Che, qué es Fidel, para tomar sólo los mitos más universalmente iberoamericanos?

Hay una dimensión de lo fantaseado que en América se transforma en acto real, un componente exclusivo del alma iberoamericana, hecho de deseo y de gracia, porque los sueños, lejos de permanecer en un mundo oscuro y secreto, una vez que se nombran, se encarnan. Lo imposible, deseado, sucede, y es —todos los iberoamericanos lo sabemos— un continente de milagros, de pequeños milagros cotidianos, de grandes milagros que, como golpes de gracia nacidos por allí en donde reside la fortuna, abofetean cada tanto el mundo conocido y lo transforman; un continente donde el destino, aún de sufrimiento y miseria, tiene un sentido que llama permanentemente a ser develado. Santos, guerreros y héroes brotan de un pueblo que, soñado por generaciones de ibéricos, generaciones de indios y generaciones de africanos, habla una única lengua ibérica y tiene una imagen emblemática de hombre, el loco europeo Quijote llamado en Iberoamérica Alonso Quijano, un hombre como todos, de la nueva raza.

La historia esotérica habla de la Era de Acuario, de la séptima raza que, nacida en América, alcanzará el grado más alto de conocimiento espiritual posible en el ser humano, de los puntos magnéticos del Caribe y Sudamérica, y de muchas otras cosas donde lo maravilloso de los cientos de milenios por venir no puede ser nombrado ni siquiera por el desmesurado idioma español. Si lo que seremos es inabarcable por nuestras neuronas actuales, y sólo accesible por un bies del alma que nos empuja cada vez más alto, cada vez más lejos, buscando la manera de ser mejores, además de menos pobres, lo que somos es más factible de ser comparado a lo que fuimos, cosa de no desesperar y saber que vamos camino adelante.

Somos, si miramos al espejo y a nuestro alrededor, una realidad genética nueva, hecha de indio, europeo y africano, y tejemos nuestra cultura con el memorioso ADN de las tres razas. No hay dilemas raciales demasiado profundos en nuestro mestizado continente; apenas, a veces, el coletazo encolerizado de una raza contra la otra, producto de un pasado menos democrático: el indio contra el europeo que lo avasalló y diezmó, el europeo contra el negro revoltoso, el negro contra el blanco esclavista. Otras veces, es la frustración por una ideología mal construida: es el caso de los cientos de miles de porteñas que tiñen su pelo oscuro de rubio porque el ideal europeo del puerto es la rubia de ultramar y no la morena autóctona. Pero las falsas rubias continúan casándose con morenos que aún no se tiñen y pariendo niñas y niños morenos, que tal vez en su adultez tengan motivos para sentirse orgullosos de su propia raza americana, más oscura que la europea y más clara que la africana, de un tinte más parecido al del indio que fue el primero en tomar el color de esta tierra.

Y con la raza en plena ebullición creativa y la cultura en confección, con el sello de la tarea comenzada y aún no acabada, ¿cómo llegar a la perfección en el plazo de una vida? No se puede, y la constatación de lo imperfecto, de lo inacabado, la impotencia de no pertenecer a una civilización que saque lo mejor de uno mismo, la rebelión por la propia incompleta barbarie empuja a miles de iberoamericanos al exilio. Hay países ya hechos, hay —más allá de Iberoamérica— una civilización asentada: ¿para qué soportar —se preguntan— la transición? No hay por qué soportarla, y muchos hijos o nietos de europeos prefieren volver a las fuentes y renunciar a lo que perciben fue una identidad temporaria, un aborto, un fracaso. La Argentina conoció este fenómeno muy de cerca. Y están los que emigran por hambre, pero esos saben cuál es su identidad y más bien son desgarrados jirones de Iberoamérica que, como tal, siguen creciendo en lugares extraños.

Cada iberoamericano hace lo que puede, pero quizá cada uno pueda un poquito más si atina a comprender que forma parte de los primeros eslabones de una doble cadena genética y cultural; que su lugar es ése, y que mucho es lo que puede poner de sí para que esa cadena sea bella, fuerte y sólida y pueda sostener a los que vayan viniendo, de aquí hasta el fin de los tiempos. ¿Quién dijo que todo ser humano debe nacer en una civilización completada, o mejor aún, en la edad de oro de una civilización? Toda civilización tiene sus tiempos precursores, su período de gestación, y los iberoamericanos estamos en ese tiempo. ¿Por qué habríamos de estar en otro? América tiene, sin duda, un tiempo femenino, y las mujeres iberoamericanas, que son las que transmiten la lengua, la memoria y la cultura a sus hijos, tienen un rol específico en todo el proceso.

Colón estaba convencido de haber llegado al Paraíso. Y en los ojos entornados de una india prometedora estaba la confirmación: las mujeres indias miradas por españoles que a la vez eran mirados por ellas, daban fe, a la vez que del regreso al Paraíso perdido, de que toda utopía es, sobre todo, sexual. No hay nueva raza sin sexo, no hay hijos sin vientres, no hay Iberoamérica sin mujeres. No hay ni siquiera una Iberoamérica verbal, porque son las madres las que transmiten el habla a sus hijos, porque son las madres las que dan el primer calor vital, el amor necesario para la supervivencia. ¡Dios nos libre de las madres deprimidas! ¡De las mudas, de las que no tienen suficiente calor para amar a sus crías, de las que no confían ni tienen fe! Esas madres producen expatriados, resentidos, enajenados a su condición. Y están las otras, las cálidas, las amorosas, la de la lengua que canta, las que tienen fe, las que creen en el mañana, por más lejano que esté. Las capaces de atender a esa ecología menos publicitada que la ambiental, la de los pequeños seres que hay que cuidar para que no se extingan y, con ellos, su pueblo. Esas mujeres dan hijos atados a la tierra, amantes, sembradores, potentes y dueños de sí. Entre unas madres y otras, el hombre iberoamericano, que debe elegir entre ser el macho desagradable y depredador de su propia progenie o el hombre digno de ese nombre, protector de la tierra, de las mujeres y de la cría, orgulloso de su virilidad y enamorado de la feminidad de las mujeres de su raza. La utopía iberoamericana, en la cadencia de su tango, en el furor de su mambo o en el estallido sensual del samba, es también sexual: la nueva raza se gesta luego de las danzas rituales de fertilidad, por un hombre y una mujer nuevos también destinados a expresarse en el abrazo de un modo culturalmente original. Y si el clásico telón de fondo de los amores iberoamericanos son las palmeras, en los siglos venideros, la representación del Paraíso cambiará el europeo manzano por la palmera. Y, por supuesto, la manzana por el coco. ¿Por qué no? Toda civilización genera sus propias imágenes.

 
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