El peronismo como tradición cultural

 

A fines de siglo, los oportunistas políticos, deseosos de apoderarse del electorado afiliado al Partido Justicialista, se reconocen por su prontitud en afiliarse a lo que perciben como un partido en remate —apto para cualquier aventura política personal—, por su esmero en cantar sin errores la marcha peronista, y por su declamación a toda hora de frases históricas peronistas. Los herederos del tesoro doctrinario del General Perón, o sea los argentinos de a pie, afiliados al Partido Justicialista, a otros partidos o sin pertenencia partidista específica, calladamente siguen su movimiento nacional, fuera y lejos de todas las ambiciones de los aventureros de la política. Un buen número de cuadros peronistas —políticos entrenados a conciencia por el mismo General— los acompaña en el respetuoso silencio que los muertos merecen: jamás se les ocurriría volver a insultar a aquel Conductor cantando frívolamente una lealtad que nadie les va a exigir demostrar. Los que fueron verdaderos soldados de Perón ya cantaron la marcha en su hora y en su tiempo, ¡qué pena por aquellos que se perdieron aquel momento y quieren ahora, a destiempo, recuperarlo! Perón no está para escucharlos: se murió. El que vive es el pueblo, que espera un uso mejor de la herencia doctrinaria, y no el usufructo de las reliquias partidarias y del buen nombre de la familia.

Si el pueblo posterior al peronismo es un híbrido sociológico, si las elaboraciones ideológicas de ese híbrido sociológico son también un híbrido cultural, ¿se puede todavía hablar de doctrina peronista? Sí, si se entiende la doctrina peronista como el conjunto de normas y valores de todo el pueblo argentino, conjunto creado por cinco siglos de cultura hispano-indo-americana y recogido, en forma simple y comprensible, por el General Perón, como modo de volver conscientes los comportamientos históricos y culturales del pueblo argentino y de hacer accesible el manejo político-cultural de la Nación Argentina a los cuadros dirigentes de ese pueblo. Por eso, lo que hoy queda del peronismo, además de un pueblo tamizado por la experiencia histórica peronista, es un cuerpo intelectual —oral y escrito— de la doctrina cultural de ese pueblo, de sus modos de ser, sentir y sobre todo, de sus aspiraciones. Queda, además, un buen número de dirigentes entrenados en el manejo de esa doctrina. Con Perón muerto y el pueblo peronizado aún vivo, y dirigentes adiestrados para percibir y conducir a ese pueblo según sus deseos más nobles y profundos, se asiste al pasaje de un peronismo político del pasado a un peronismo de tradición cultural.

La Argentina contemporánea no tiene otra cosa como tradición política propia: todo político contemporáneo posterior a Perón hereda el peronismo. Es así como el peronismo heredó la antorcha radical, y como los radicales heredaron a los liberales de la generación del ochenta y éstos a los federales, en un traspaso cultural que, más que dividir a la Nación argentina en civilización y barbarie, la unifica en una historia en la cual las posiciones adversas eran sobre todo cuestiones de integración nacional y elaboraciones exitosas o fallidas de un esquema independentista posterior a la rebelión colonial. La bien conocida y citada frase “Mi único heredero es el pueblo” ilumina especialmente este aspecto: después de Perón, la tradición peronista como producto histórico cultural queda en las manos de todo el pueblo argentino, y a éste, de arreglárselas para encontrar los dirigentes que, con ese patrimonio político común, puedan interpretarlo cabalmente.

Esta es la razón profunda por la cual muchos dirigentes del Partido Justicialista pueden ser menos peronistas que otros argentinos que jamás pasaron por sus filas políticas, y por la cual dirigentes de partidos diversos que interpretan cabalmente los deseos del pueblo, son votados, sin dudas ni pudores por una multitud de afiliados peronistas. “La realidad es la única verdad”, dice otra de las frases más citadas del sabio General, y la verdad parece ser que en una comunidad hoy generacionalmente peronizada en su absoluta totalidad, no existen un Partido Peronista y sus oponentes, como creen muchos analistas algo atrasados en el tiempo, sino una gran interna peronista, en la cual los diferentes partidos —incluyendo al llamado Justicialista— intentan expresar a esa comunidad argentina de fin de siglo.

Comunidad argentina con un peronismo tan incorporado que casi ya no valdría la pena mencionarlo, si no fuera que, para no ser engañados por tanto aventurero suelto que anda por ahí explotando en su provecho el patrimonio político común, los argentinos preferimos hacer el pequeño esfuerzo intelectual de saber qué nos pasó, qué nos está pasando y qué nos podría pasar. El premio a dicho esfuerzo será el de poder, esta vez sí, elegir lo que nos va a pasar. O sea, ser tan dueños de nuestro destino nacional como las circunstancias del mundo lo permitan.

 
 

La participación de los argentinos

 

La sensación de marginalidad al poder político y de ajenidad al proyecto de Nación no es sólo una consecuencia de la conducción caudillista del menemismo y de la supresión de los tradicionales cuadros auxiliares de conducción del peronismo, relegados —como ya se dijo— a la condición de un ejército fantasma, sino una consecuencia simultánea de los profundos cambios de la estructura productiva. Y, sobre todo, de la ocupación, por parte de los medios audiovisuales de comunicación, de prácticamente todo el ámbito comunicacional público, sin que en el horizonte haya surgido ningún conductor político con equipo y proyecto como para ocupar con política este espacio de comunicación público, que hoy es cualquier cosa menos políticamente culto.

Así es como el pueblo, devenido a la categoría de público receptor de mensajes y no de actor protagonista de la política, aún no ha sabido darse maña para participar de verdad en la cosa pública. Su único instrumento, como estamos cansados de oír repetir, es el voto, que no es poco, ya que ha servido por lo menos para expresar queja, repudio y castigo, pero que no es suficiente porque por sí mismo no sirve para asegurar una participación efectiva. Por otra parte, confundiendo participación en el destino común y en la administración de la cosa pública con hacer de coro a candidatos de los partidos políticos, una inmensa mayoría de la juventud repudia la actividad política. Aún no están a la vista los dirigentes políticos que les muestren otro estilo de participación, basado más en su propia condición e identidad de argentinos —algo no menor en un mundo dividido en naciones cultural y comercialmente competitivas—, y basado en sus propias actividades laborales, que son parte de la trama de sostén, que no debería llamarse más de sostén económico, sino de sostén de aquella misma identidad argentina.

¿Qué es, entonces, participación? Antes que nada, y en primer lugar, conciencia y participación personal en un proyecto nacional verbalizado, y en segundo lugar, representatividad real de ese pueblo en todas las instancias del poder. Lo que se entiende como participación activa no es meramente hablar en debates públicos acerca del proyecto nacional, y mucho menos militar en el estricto y clásico sentido de la palabra (esto es, adscribir a cualquier agrupación política para promocionarla), sino formar parte consciente de dicho proyecto nacional formulado por los políticos y verificar que los políticos elegidos para desempeñar todas las funciones de administración y conducción sean auténtica parte de ese pueblo, y por lo tanto, expresión pura y exclusiva de sus intereses.

Los intereses del pueblo no son abstractos, y los argentinos tampoco son entelequias; y un cierto criterio corporativo es elemental a la hora de que el pueblo se asegure su verdadera representatividad, especialmente en lo que hace a las áreas cada día más sensibles de la productividad y la cultura argentina proyectadas al mundo. En este sentido, muchos de los integrantes de áreas específicas de los partidos de elite deberían ser representativos de esas áreas, solidarios de sus problemas y efectivamente interesados en solucionarlos.

Por otra parte, la necesidad consciente de estar incluidos en un proyecto nacional hace a los argentinos en su conjunto, y fuera de las corporaciones o sectores específicos de interés, especialmente exigentes a la hora de elegir los proyectos formulados por los políticos. Cada día, los argentinos tienen menos espacio intelectual y emocional para tolerar la improvisación; cada día, con la apertura que las comunicaciones han traído al mundo, los argentinos tienen más consciencia de las muchas veces terribles carencias profesionales de muchos políticos, y exigen a los mejores. Esta exigencia de excelencia es quizás el inicio de una participación mucho más activa y eficiente que la de la militancia clásica, muy sustituible hoy, además, por la inmensa cantidad de medios de reproducción de la información. Si pocos políticos y cuadros de conducción auxiliar pueden llegar a multitudes en forma simultánea y casi instantánea, lo que resta, para asegurar en forma eficaz el apoyo de esa audiencia al proyecto que se formula, es ser capaz de pensar un proyecto en el cual las responsabilidades específicas de cada argentino en el buen desarrollo del mismo queden perfectamente aclaradas, para que cada argentino pueda hacer lo que debe y forme parte solidaria, no sólo del proyecto sino del éxito del mismo. Desde el lado de los políticos, esto es conducción; desde el lado del pueblo, esto es participación: un mismo fenómeno que —¡oh, casualidad!— los cuadros peronistas formados como cuadros de conducción auxiliar por el mismo Perón comprenden al dedillo y en todos sus matices.

Incluidos en un proyecto nacional, conducidos por políticos experimentados e inteligentes, participando en un todo en el devenir del proyecto nacional, los argentinos pueden tomar a su cargo también, a través de su identidad productiva, algunos aspectos del crecimiento argentino como Nación, confirmando la idea más moderna de que, fuera de la administración del gobierno y de la conducción general de los asuntos nacionales por parte de los políticos, lo más sustancial de un proceso de crecimiento nacional pasa siempre fuera del gobierno, lejos de los partidos y fuera de la decisión de los políticos. Lo esencial pasa siempre dentro del pueblo. Lo esencial siempre es un proceso invisible. Lo esencial elige, entre los integrantes de un pueblo, a aquellos que en un momento dado pueden expresar y desarrollar mejor esa esencia. Así como, en el más remoto pasado peronista, los trabajadores asalariados fueron los que manifestaron la esencia nacional, hoy son los gerentes argentinos de las empresas de capital nacional y los trabajadores empresarios los que, sin lugar a dudas, llevan la antorcha de la argentinidad. Aunque aún no se den cuenta.

 
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