Historia de un general

 

Cuando juró la bandera, todo tenía un sentido. Le habían explicado que la Argentina era su hogar, y los argentinos, su familia. El género a franjas azules y blancas flameaba, y algo parecido al orgullo ocupaba su corazón. Tenía una misión: defender su casa y a su familia. Cadete primero, subteniente más tarde y teniente por fin, limpiaba sus armas, lustraba sus botas, cepillaba su uniforme, se vestía en el privilegio del sacrificio y del honor. Hombre apuesto y gallardo, Esteban Remigio Digiorgio obedecía, y la pirámide jerárquica funcionaba. El Ejército Argentino, nacido con la patria misma, dormía con un ojo abierto sobre el territorio nacional. De vez en cuando se despertaba para derrocar presidentes porque el pueblo se equivocaba al elegirlos y un militar se convertía en presidente para después llamar a elecciones y permitir que el pueblo volviera a equivocarse. Juego de salón entre políticos y militares, el divertimento esporádico del golpe de estado con sus tanques avanzando sobre la Capital no entretenía demasiado al teniente Digiorgio, que se limitaba a formar su compañía, a cumplir las órdenes de ocupar tal o cual punto de la ciudad y a retirarse en calma al final, a abrazar a su mujer que escuchaba la radio sin alarmarse y a sus pequeños hijos que miraban hacia un futuro seguro y venturoso. El teniente Digiorgio apoyaba la cabeza en la almohada, se decía que donde no hay muertos no hay guerra, sonreía y se abandonaba al sueño, en la certeza de que ningún enemigo externo amenazaba la paz de la Nación.

Cuando estalló la primera granada y dos de sus camaradas resultaron muertos y otros dos muy malheridos, el capitán Digiorgio se preguntó si sus superiores no habían ido demasiado lejos en sus juegos. Se enteró, pocos minutos después, de que había otros ejércitos dentro del país, conformados por jóvenes rebeldes al orden o al desorden, no se sabía muy bien, y dispuestos a matar o morir, en nombre del orden, del desorden o de un nuevo orden, no se lograba precisar. Los rebeldes eran crueles y arteros, y por algún motivo consideraban al Ejército Argentino como su principal enemigo. El capitán Digiorgio no comprendía bien por qué. ¿Eran acaso un ejército extranjero? La unánime condición de argentinos de los rebeldes complicaba la respuesta. Requería precisiones de sus superiores y sólo obtenía órdenes secas y enigmáticas: defenderse y dejar hacer. Por alguna misteriosa razón, los ejércitos irregulares no eran perseguidos. Se los dejaba crecer con siniestro placer, mientras muchos soldados del Ejército Argentino eran atacados, secuestrados y asesinados. Pocos al comienzo de las hostilidades, constituían un verdadero ejército paralelo, oculto, bien armado y organizado, cuando los superiores dieron por fin la orden de acabar con ellos, al tiempo que daban otro golpe y se constituían en fuente de exclusiva razón y poder. “Es la guerra civil”, dijo el mayor Digiorgio a su mujer y, besando a sus hijos, partió a cumplir con su deber.

Le señalaban refugios, rodeaba al enemigo, combatía cuando se resistían —lloró ante sus primeros muertos: un hombre, una mujer y un chico de cinco años, ¿qué hacían esa adolescente pecosa y esa criatura junto a las ametralladoras enemigas?—, hizo prisioneros que entregó a sus superiores, secuestró documentos, pertenencias, y los depositó en el cuartel. Los enemigos peleaban duro, y el Ejército Argentino, que debía ganar la guerra para bien de la Nación, aprendía del enemigo y combatía más duramente aún. Aniquilarlos fue la consigna, y el mayor Digiorgio obedeció con profesionalismo ejemplar.

Al teniente coronel Digiorgio le disgustó la expresión “guerra sucia”, en boca de un familiar. Se quedó callado cuando, al exigir una aclaración, le mencionaron a los prisioneros fusilados sin juicio, a los inocentes muertos por error, los robos y abusos que cometían muchos soldados y el provecho económico y político que obtenían los superiores con el pretexto de la guerra civil. La población, libre del flagelo de los ejércitos irregulares, protestaba en voz baja porque cada uno tenía un amigo o familiar muerto, militar, guerrillero o inocente. Por primera vez —era el final de la guerra civil, y se hablaba ahora de la guerra con Chile—, el teniente coronel Digiorgio tuvo miedo: los argentinos no eran ya una sola familia, y la Argentina comenzaba a ser un hogar sin alma, en sombras y en ruinas.

Su compañía fue destinada a San Martín de los Andes. Esta vez se trataba de una guerra convencional, contra un enemigo externo. El teniente coronel Digiorgio no comprendió una vez más: ¿los chilenos enemigos?, ¿los agradecidos amigos del general San Martín, enemigos? Los superiores, a los que les gustaba mucho hablar del poder y poco de la Argentina —quizá no sabían qué decir— le ordenaron callar y no cuestionar —eran ya unos cuantos los teniente coroneles, mayores y capitanes que dialogaban a viva voz sobre los porqués de la historia. El Papa, el mismísimo Papa, desde Roma, detuvo la nueva guerra fratricida, y el teniente coronel Digiorgio estuvo de acuerdo. Otro superior, el de la grey católica, daba una explicación sensata: los argentinos y los chilenos eran familia en la religión y en la hermandad iberoamericana.

Marcharon sobre las Malvinas. Los superiores dijeron que había que recuperar las islas ocupadas por el enemigo inglés desde hacía ciento treinta años, nunca se supo el porqué de la urgencia. Después del barro, del frío y la lluvia, de los muertos y de la derrota, el teniente coronel Digiorgio recibió una medalla y las miradas hoscas, huidizas o avergonzadas de los compatriotas decepcionados.

Un presidente, civil esta vez, señaló al Ejército Argentino como el culpable de todos los males que se abatían sobre la Nación. Juzgados, degradados o en prisión, los militares hacían inventario y balance. El coronel Digiorgio hablaba con sus camaradas: habían ganado una guerra y perdido otra, habían obedecido a sus superiores, ¿los superiores eran superiores o delirantes seres de otro tiempo que nada habían comprendido? La Corona inglesa guardaba por cien años los documentos secretos de la guerra. La mujer del coronel Digiorgio lloraba, el salario del militar no alcanzaba para comer y los vecinos la miraban mal. El coronel Digiorgio tomó trabajo de medio día en la fábrica de jamones de un primo. Muchos camaradas pedían el retiro. El Ejército Argentino no tenía combustible, ni uniformes, ni repuestos de equipos militares.

Los coroneles se rebelaron contra los generales, y el coronel Digiorgio recordó vagamente el rostro de los guerrilleros de antaño: ahora tendrían su edad.

El general Digiorgio a su vez, obedeciendo tardíamente a las leyes de su generación, se rebeló contra un superior y fue dado de baja. El Ejército Argentino, sin recursos, ya no incorporaba soldados y apenas quedaban oficiales. Otro presidente civil prometió un ejército grande para pelear en las guerras justas del mundo. Una nueva rebelión que se dejó incubar permitió reducir la planta de oficiales casi a cero y dejar que los muchachos en edad de servir a la Patria continuaran con sus diversiones habituales. La Patria no precisaba a nadie y las guerras justas del mundo quizá no tuvieran lugar. La fábrica de jamones, como el Ejército Argentino, quebró.

El general Digiorgio (R.E.), desde su despacho en la agencia de seguridad Salva, instruía a sus hombres, coroneles, teniente coroneles, mayores y capitanes, dados de baja por rebelarse contra la realidad. Alguien advirtió el peligro de un potencial ejército irregular. La agencia Salva fue cerrada por orden del gobierno. Los argentinos, individuos solitarios en sus casas, se defenderían ellos mismos. El general Digiorgio se preguntó qué había sido de la casa común y qué de la familia.

Luces rojas, prostitutas, polvo blanco de la droga, trajes oscuros de funcionarios, oficinistas y ricos de moneda nueva, New Order, local recién inaugurado, discoteca top de la Argentina y el general Digiorgio en la puerta, de uniforme azul con botones de fantasía, vigilando la concurrencia y la bandera multicolor del boliche, esperando en vano el milagro verde oliva, evocando aquella bandera a la cual juró lealtad, agradeciendo la propina que un habitué generoso le desliza con discreción en la mano.

 
 

La Era de Cáncer

 

Cerró suavemente la enorme puerta de roble para que el último cliente del día no quebrara la armonía dentro de la cual partía, y volvió a la semipenumbra de su coqueto rincón de la adivinación. Fedora recogió las cartas de tarot y las guardó en su bolsa de terciopelo borravino, alisó mecánicamente el paño verde que cubría la pequeña mesa redonda, apagó la lámpara con vidrios de colores, atravesó el cuarto y penetró en el gabinete contiguo; la computadora la esperaba. Efemérides en mano, cotejaba datos, corregía errores horarios sobre un programa norteamericano, acomodaba variables y perfeccionaba su nueva teoría: la Argentina no estaba regida por Libra, como siempre se había creído, sino por Cáncer, y lo que se avecinaba para la humanidad no era la tan mentada Era de Acuario sino la Era de Cáncer. Con los mismos datos de siempre, reevaluados científicamente, se llegaba a esas revolucionarias conclusiones que suponían una revolución aún mayor: la Argentina sería el país líder de la nueva era. Sólo ella, Fedora, lo sabía y, desde luego, sus maestros espirituales, que de vez en cuando le hablaban, la inspiraban y la encaminaban hacia verdades aún más comprometidas. 0yó abrir y cerrarse la puerta con un tintineo de llaves, y los pasos delicados de Esmeralda, la menor de sus hijas, que volvía de su clase de baile. Apagó la computadora y salió a recibirla. La hora de preparar la comida había llegado.

 

Sólo le quedaban ciento veinte dólares que se resistía a cambiar, como si la posesión de los dos papelitos verdes le otorgase un certificado de subsistencia eterna. En el cuarto alquilado a una vieja señora inglesa del barrio de Belgrano, Leila se revolvía con los dedos los largos, enrulados y alborotados cabellos. No enganchaba nada: en las radios no la querían porque era impuntual, en las revistas porque había que reescribir todas sus notas y en la televisión porque su nariz era demasiado grande. Total, que no tenía trabajo ni la menor posibilidad de conseguirlo. No quería volver a la casa de sus padres en Rosario. Se le tenía que ocurrir algo. Pensó en sus amigos en el gobierno, en el Senador Sáenz, al que había logrado engatusar, pero no lo suficiente como para que la nombrara en un puesto oficial. Insistiría, le lloraría. Se vistió de guerra y salió. Recorrería los cafés de Libertador y de Recoleta, a esa hora él solía andar por ahí.

 

Recogió su pelo oscuro en un rodete sobrio, se puso el suéter negro y la pollera verde, acomodó el cuarto de Esmeralda, hizo la cama de Perla, lavó las tazas del desayuno, ventiló la sala, regó las plantas: a las nueve, Fedora estaba lista para recibir al senador Sáenz, su primer cliente de la mañana. Le agradaban los políticos y los militares: a través de ellos se podía discretamente influir para el bien. Hacía muchos años que los más conocidos entre ellos la consultaban, y esto era porque jamás los había defraudado. Cuando las cartas hablaban, hablaban, y cuando no, Fedora se quedaba callada. Era incapaz de inventar. Eso se lo dejaba a los artistas, que también la frecuentaban y que, menos conformistas que los políticos y los militares, siempre querían saber más y más, y tenían el poder terrible de obligar a las cartas a expresar sus propias fantasías y ensoñaciones y jamás el destino de Dios.

 

Hambrienta y todavía en camisón, se las ingenió para que la vieja inglesa le regalara un pedazo de roast-beef frío. En su cuarto, y mientras mordía a dentelladas la carne casi cruda, Leila repasó su conversación con Sáenz la noche anterior, cuando éste dejaba Tabac y se subía a su auto oficial para ir a una recepción. El Senador se había mostrado apenado por la mala suerte de la chica, le había prometido encontrarla en la parrilla de siempre la noche siguiente, lo cual le aseguraba por lo menos la comida, y conversar el tema más a fondo. Leila recordó a la chiquita que corrió vanamente hasta el auto de Sáenz con sus ramos de jazmines en la mano y la esperanza de venderle uno. La ciudad estaba llena de mendigos Y si no sucedía un milagro, Leila sería pronto uno de ellos.

 

El Senador miró atónito. Fedora tuvo que repetirle la frase: su mujer le iba a pedir el divorcio porque estaba enamorada de otro hombre. El Senador evocó a su mujer, prematuramente envejecida, irremediablemente provinciana y acabadamente estoica para soportar los deslices e infidelidades de su marido en la Capital, y la videncia de Fedora le pareció un disparate. Más acertada la encontró en sus previsiones acerca de un posible escándalo en el Ministerio de Relaciones Exteriores, en el cual el Senador jugaría un cierto papel, no podía decir aún Fedora si para su favor o su desdicha. Pagó sus ochenta dólares y salió riéndose, pensando en su mujer acostada con otro tipo y luego, apenas sonriendo, en el Canciller, que no le gustaba y ojalá, de resultas del escándalo —¿cuál sería?— cayese.

 

No quería salir hasta que no fuese la hora de comer. Inútil gastar energías en tiempos de crisis. Se aburría. Agarró un diario viejo y leyó su horóscopo sin importarle que fuese de dos semanas atrás, de todos modos siempre escribían cualquier cosa. “Cáncer: una sorpresa en amor y un dinero que llega. ¡Cuidado con la garganta!” Leila sonrió. El horóscopo era favorable.

 

Bebían champagne y comían frutillas. Leila introdujo una en la boca lustrosa del senador Sáenz, que se rió, intentando evitar el gesto de Leila, toda rulos, alegría y seducción.

—Vos me vas a matar, Leila, ¡nos miran todos!

—Que nos miren. Somos lindos.

—¡Mi mujer me va a pedir el divorcio!

—¿En serio?

—Me lo dijo mi bruja.

—No creo en las brujas.

—Si conocieras a la mía, creerías. A propósito, ¿por qué no vas a verla? Te puede dar una mano con el asunto del trabajo.

—Pensé que la mano me la ibas a dar vos.

Sáenz le tomó el mentón con su mano apenas velluda, besó golosamente a Leila y le dijo:

—Te conseguí un micro en la radio.

Leila suspiró: la noche no había sido en vano. No quiso agradecer: un micro era poca cosa. Sonrió con picardía:

—¿Y dónde vive tu bruja?

A la mañana siguiente, muy temprano, Leila se desperezó en la cama del senador Sáenz. La voz de éste la había despertado, discutiendo fuerte por teléfono. Sáenz colgó de un golpe seco y encendió un cigarrillo. Su mujer quería divorciarse.

 

Las cartas hablaron esa tarde por demás. Fedora leyó el mensaje del tarot. Leila era de Cáncer e iba a ser pronto muy famosa.

—Tiene suerte, mucha suerte. Una estrella muy luminosa. La Era de Cáncer hará de usted una privilegiada.

Leila miró con desconfianza a Fedora, la mujer con cara de santurrona no le gustaba.

—¿Qué es la Era de Cáncer?

Los maestros le dan vía libre desde algún lado y Fedora, dócil, explica. Es la primera vez que expone su teoría. Leila parece interesarse, Fedora es detallista, pulcra, precisa.

 

En la calle, Leila avanzó reflexionando: una estrella luminosa y la Argentina de Cáncer. Como ella, qué casualidad.

 

Don Marcos Rabulowitz le propuso hacer lo que ella quisiese con sus tres minutos de programa. Cinco, le regateó Leila. Cinco, concedió don Marcos que le debía un favor al senador Sáenz. El tema lo podía elegir ella, de interés general, dadas las características de la emisión. Leila aventuró: ¿Política? Don Marcos hizo una mueca: mejor no, era tema de expertos. Leila sacudió sus rulos rubios recién salidos de la peluquería y sonrió seductoramente: ¿Astrología? Don Marcos asintió. Había en la programación un centenar de brujos, astrólogos y videntes que socorrían a los desesperados oyentes con sus profecías. Una más no importaba.

 

—Y en estos momentos críticos, mis queridos amigos (los siento amigos aunque hace apenas unos días que estamos juntos), es importante recordar que estamos entrando en la Era de Cáncer. No, amorosos, no están oyendo mal, no me equivoqué, la Era de Cáncer y no la de Acuario, como ciertos astrólogos extranjerizantes nos habían hecho creer. La Era de Cáncer, sí, queridos. Una era que señala el retorno a las tradiciones, a las buenas costumbres, al amor al hogar, a la tierra donde se ha nacido. Porque la Patria, amorosos míos, nuestra Patria es de Cáncer, ¿o no nació acaso el 9 de julio de 1816? Y a María Cristina, de Villa Luro, que pregunta de qué signo soy yo, le digo: “Obvio, Cristinita, de Cáncer, porque ¿de qué otro signo podía ser la persona elegida para dar la buena nueva a los argentinos?” El cangrejito camina hacia atrás hacia los buenos y prósperos tiempos del pasado que serán los mejores del mañana. Los quiero, llámenme, escríbanme, y no desesperen, que este micro trae suerte!

A las dos semanas, Leila consiguió de don Marcos cinco minutos más. Le llegaban muchas cartas de oyentes —de Cáncer, sobre todo— pidiendo que desarrollase más el tema. Había cada día más llamados a la radio.

El senador Sáenz, durante una comida en la parrilla habitual, la felicitó sin excesivo entusiasmo, el programa le parecía un éxito pasajero, una curiosidad —Sáenz era de Escorpio— y le comentó los últimos avatares de su divorcio ya en marcha. Un conocido y popular diputado se acercó a la mesa, besó a Leila, palmeó distraídamente al Senador y casi gritó: “¡Yo también soy de Cáncer!”.

 

Esmeralda y Perla apagaron la radio y miraron inquisidoras y severas a Fedora, que no respondió nada. “¡Te robaron el libreto, vieja!”, le gritaron a coro. Y Fedora siguió callada, porque los maestros sabían seguramente lo que hacían. Sus hijas se fueron dando un portazo. Lo diabólico de la época se estaba filtrando en ellas, cada día un poco más materialistas, capaces de vender el alma por salir en las revistas, la radio o la televisión. Ellas no podían comprender. Fedora era así, anónima, tranquila y callada, un instrumento dúctil para que el Gran Señor se sirviese de ella y tocara su canción. En todo caso, la Era de Cáncer había comenzado, ya todos hablaban del nuevo tiempo y sus mudanzas.

 

Una revista de actualidades ofreció a Leila una columna semanal y un programa de televisión del mediodía, un micro. Don Marcos no quiso ser menos y llevó los diez minutos a media hora, que Leila transformó en un programa diario de una hora, “La Era de Cáncer”, con reportajes a personalidades del signo rector. Leila probaba sus alas y dominaba a la audiencia: “Un país oprimido durante décadas por la mala suerte, una nación que no lograba reencontrarse con su camino de grandeza, hoy escucha la buena nueva, inscripta en la hora inicial de su nacimiento, en la que nadie hasta hoy había reparado, para integrarse en el concierto de las grandes naciones del mundo y ser, de aquí a menos de diez años, una potencia que mostrará con su ejemplo...”.

 

Leila había dejado su cuarto alquilado y se había instalado por un tiempo en la cama del senador Sáenz, que intentaba ahora sacar algún rédito político de la novel y exitosa astróloga. Un oyente indignado llamó a Leila para espetarle: “El General Perón era de Libra, y la Argentina siempre fue de Libra, gorilona. ¡De Libra!”. “De Cáncer”, contestó secamente Leila y colgó. “Como yo”, sonrió.

 

El senador Sáenz estudiaba la situación con Fedora, que insistía en que no le convenía la relación con Leila. Sáenz protestó:

—¡Pero esa chica se está transformando en una mina de oro política!

—Las minas pueden ser mujeres agradables, subterráneos con minerales preciosos o artefactos que explotan en el momento menos pensado y destruyen todo a su alrededor —se entrometió Perla, la hija mayor, que asistía a la entrevista con el objeto de aprender las artes de su madre.

Fedora mezcló otra vez las cartas, el senador Sáenz partió en tres el mazo con la mano izquierda y aguardó a que Fedora desplegara el telegrama del cielo. Después de un momento de silencio, Fedora dictaminó:

—Leila será gobierno y usted, la oposición.

—Díos nos libre —gritó Perla.

—¿Otra vez la oposición? —susurró el Senador, levemente pálido.

 

En su propio piso de Montevideo y Posadas, Leila atendía unos asuntos urgentes. Eso le dijo la mucama a Fedora, que no pudo entrar. Los custodios se corrieron para dejarla pasar y desandar su camino hasta el ascensor de servicio, el único habilitado para todo aquel que no perteneciera al staff político de la recién electa vicepresidente. Fedora oprimió con desazón el botón de la planta baja. Debía comunicarse con la inaccesible Leila. Ya en la calle, miró hacia arriba, al inabordable piso quince. El país estaba sutilmente cambiando por debajo, y la triunfadora no lo veía. La Era de Cáncer, efímera, imagen virtual de un pasado remoto, se había extinguido y, en la ebriedad del éxito, nadie lo percibía. Sólo ella, Fedora, alertada por los maestros. “Dejala que reviente”, dijeron Perla y Esmeralda, cada día más resentidas por la falta de protagonismo de su madre. “Vos lo escribiste y ella se subió al escenario para hacer de tu idea un mamarracho”, mascullaban a toda hora con despecho, y agregaban: “¡Qué se muera esa falsa!”. Fedora, fiel a sus maestros y a su destino de médium, no podía ser malvada ni siquiera con el Mal. Porque Leila era el Mal, fingiendo trabajar para los demás cuando en realidad trabajaba para sí misma, pero (esto sus hijas no lo comprendían) era un Mal que el Gran Señor había precisado para revelar el Bien. ¿Cómo haría Fedora para hacerle saber a Leila que moriría si persistía en hacerle creer a la gente que estaban en la Era de Cáncer, cuando los maestros acababan de revelar que una de las características de la Era de Acuario consistía en ser precedida por toda suerte de charlatanes y mentirosos? Fedora cruzó la calle. ¿Cómo hacerle saber a Leila, en fin, que la Argentina era de Libra, como siempre lo había sido, y que alguien iba a dinamitar ese año o quizá el próximo, a la rubia vicepresidente? Fedora suspiró; ya encontraría el camino a Leila. De todos modos, la Argentina tendría suerte. Ese hombre joven y desconocido, con la mirada brillante y el Sol en Libra, que la visitaba desde hacía algún tiempo, se ocuparía de que así fuese. “Mis hijas tendrán una linda patria”, se dijo Fedora, y se subió al taxi que paró junto a ella sin que ella hiciese siquiera un gesto. Cosas de los maestros.

 

Los titulares confirmaban la muerte de Leila: su avión había estallado en el aire, y la brillante carrera política y el halo de buena suerte que rodeaba a la estrella de Cáncer se esfumaron para siempre. El senador Sáenz cerró el diario, concluyó para sí: “Lo bueno de la democracia es que en ella nadie tiene el destino comprado”, y se preparó para visitar a Fedora que, como siempre, sabría algo más.

 
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Críticas
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