El que volvió a Sevilla
 

(...) Ríos de gente de toda traza y laya, aluviones de mercancías de Indias, Oriente y tierra adentro, aromas, gritos y parlas extrañas, quejas y alegrías corrían por las calles estrechas de la bulliciosa Sevilla del Quinientos. El frío y la humedad del Guadalquivir impregnaban el aire, y Fernando sintió en los huesos un estremecimiento familiar. Buenos Aires y el río, Sevilla y el río, la Babilonia comercial y próspera, el puerto, una cadena de fina plata unía las dos ciudades. Avanzando dificultosamente entre las gentes de rostros conocidos, recordó los ventanales de la Confitería San Martín, y los paseantes del futuro perdieron su carácter de anodinos para ser directos parientes, herederos de estos seres del fondo del tiempo sevillano. Todo se duplicaba, todo se enlazaba.

Atravesó la concurrida Plaza de San Francisco, divisó el retablo sobre el pórtico de la Cárcel Real, se detuvo un instante y, sin dudar más, siguió de largo y penetró en la calle de Sierpes. Pronto encontró la casa de posadas donde, sentado frente a una olla de aceitunas, un queso de Flandes y un jarrito de vino, un caballero de unos cuarenta y pocos años, alta frente y afilada nariz, desdeñaba el almuerzo para concentrarse en la lectura de unas cuartillas amarillentas. Supo Fernando que allí estaban su hombre y su viaje, que Sevilla era cuna de otras fundaciones y que era hora de abordar la nave de palabras que lo transportaría a una patria nueva. Buenos Aires, Sevilla, Buenos Aires, vuelo transecular y refundacional. Fernando se acercó a la mesa y, sin pedir licencia, se sentó junto al caballero que fingía no verlo o tal vez no lo vela y preguntó: “¿Don Miguel de Cervantes?” (...)

 
 
La muerte de un hacedor
 

(...) Mientras acariciaba la colcha de seda beige, mientras obsesivamente alisaba imperceptibles arrugas con la palma de la mano, Américo, extendido en su cama del Excelsior, en una pausa antes de la cena, recapitulaba la vida de Borges según él. Su familia era distinguida, gente bien, la mejor sociedad porteña, terratenientes, no, gente rica venida a menos, pero gente bien. Borges y Doña Leonor, el complejo de Edipo. Borges señoritingo, Borges solterón. Buenos Aires, la ciudad puerto. Europa. Inglaterra. Antiperonistas. Inspector de pollos y gallinas. Director de la Biblioteca Nacional. Ciego. Premio Nobel frustrado. Los libros de los otros. Los propios. Buenos Aires, mucho Buenos Aires, todo Buenos Aires. Una vida como otra, arriesgó para sí Américo, y enfrentó con temor la pared demasiado vacía frente a su cama. Una familia bien, una familia de abolengo, una familia tradicional, una madre que le enseñaba inglés y un padre con una biblioteca. El padre de Américo también tenía una biblioteca. La mano de Américo calmó su movimiento y se detuvo después. Américo no se sorprendió ni se inquietó cuando Borges se sentó a los pies de la cama, sin bastón y contemplándolo como si sus ojos vieran. Las tres hileras de libros, en un modesto placard del comedor de los Torloni, en Villa Urquiza, se instalaron entre los dos. Américo recorrió los títulos con una mezcla de pasión y desdén. Muchas novelas policiales de Ellery Queen, una colección completa del Reader's Digest del año cincuenta y dos, La montaña mágica, dos Martín Fierro, uno en cuero y otro en rústica, manuales del mecánico y del relojero, un Diccionario Enciclopédico en tres tomos, Américo sentía colorearse sus mejillas mientras Borges estudiaba los títulos, acariciaba los lomos encuadernados y rozaba apenas con los dedos las polvorientas ediciones baratas, mientras Borges seguramente lo despreciaba a él, Américo, heredero de la nada. Una vieja amargura subió hasta sus ojos. Desde el fondo de las tripas, las lágrimas trepaban por un arduo sendero no transitado desde la adolescencia. ¡Cuánto había deseado pertenecer a esas familias que llenaban de tesoros de saber a sus hijos! ¡Cuánta admiración le despertaban esos muchachos que parecían haber nacido sabiendo y que no tenían que patear todas las noches hasta la Biblioteca Municipal del barrio, después del trabajo, para entrar en el prohibido territorio del conocimiento ajeno! La visión de las manos callosas de su padre y de su castellano mal hablado sumergieron a Américo en una tristeza aún más profunda. ¿Por qué él había nacido pobre en una familia ignorante? El habitual pensamiento de que Perón lo había ayudado, en tanto humilde hijo de obreros, a ser considerado y respetado, no lo consoló. Había algo más. Borges, por primera vez en el día, le sonrió. Américo secó sus lágrimas, y esta vez sí se sorprendió al percibir que su propia boca se estiraba en una involuntaria sonrisa. (...)

 
 

Fidel, Los Beatles y los únicos privilegiados

 

Y en esta foto están todos. Era la noche de Año Nuevo de mil novecientos cincuenta y cuatro. Me acuerdo porque llevo puesto el vestido blanco con lunares azules que usé sólo esa noche y al año siguiente en la comunión de Titina. Todavía tenía el pelo rubio, apenas dos o tres canas aquí y allá. Ahora me lo tiño, cuando tengo ganas, de un rubio más clarito que el mío; ya no es lo mismo, el pelo se me cae a mechones, deben ser los nervios, qué se yo. En Navidad nos reuníamos sólo la familia. En Año Nuevo, en cambio, éramos la familia más los amigos. Un año en casa de uno, un año en casa de otro. Los sábados miro fotos, no tengo nada que hacer, Titina vive en su casa y casi no viene a visitarnos, Pedro se está poniendo viejo, duerme la siesta toda la tarde, ¿qué voy a hacer yo? Aquel Año Nuevo fue muy lindo, había nacido Eduardito, el más chiquito de todos los chicos. Aquí están todos, lástima que la foto sea en blanco y negro, en aquel entonces no se usaba el color tanto como ahora. La foto la sacó Pedro, no es una foto muy buena, se ven bien los grandes y los diez chicos, pero también sale por ahí al fondo Consuelo, aquella mucama gallega que tuvimos tantos años, que tenía una hija, Camelia, que se crió con Titina y Carlos, era como una hermana para mis hijos. Consuelo era de mucha confianza, en aquel entonces no convenía tener muchachas cabecitas porque eran todas peronistas y le iban con todos los chismes de la casa a Perón. No es que tuviéramos nada que ocultar. Mi marido Pedro estaba muy bien conceptuado en el Banco Provincia, pero éramos radicales y los radicales éramos contreras y eso, en aquel entonces, traía problemas, a veces graves. Pedro y yo no teníamos la foto de Perón en casa y tampoco la de Evita, y a los chicos les enseñábamos a no ser peronistas, que en el colegio les llenaban la cabeza con tantas cosas, que Perón esto, que Evita aquello. ¡Qué barbaridad! Yo sé que Perón y Evita ayudaron mucho a los pobres y que éstos los quieren tanto por agradecimiento. Pero Pedro y yo estábamos bien, una familia bastante acomodada. Si no nos ayudaban ¿para qué colgar el retrato en la sala? Mejor era Consuelo, una gallega que no se metía con nada, tan asustada como estaba todavía de su guerra civil. La nena, Camelia, era muy rica y llegué a verla de novia, porque se casó cuando Consuelo todavía trabajaba en casa. Camelia tuvo un varoncito, Ramón. ¿Qué habrá sido de Ramoncito? Debe ser un hombre ya. A lo mejor se volvió a España, es lo que todos quieren ahora; como la Argentina está tan mal, todos quieren irse. Mil novecientos ochenta y ocho ya, que barbaridad, cómo pasa el tiempo. Sí, Ramoncito debe ser un hombre. Ojalá no le dé disgustos a su madre ni a su abuela, porque los muchachos, ya se sabe, son inquietos. ¡Qué ricos están los chicos en esta foto! Los míos, no es porque sean míos, eran preciosos de chicos. Titina, tan rubiecita, y Carlos, tan morochito, igual a Pedro. Aquí, Titina y Carlos se dan la mano para parecer buenos hermanos, pero ¡cómo se peleaban!, ¡qué celosos eran! A los dos les dábamos igual, de cariño y de cosas materiales, porque hay que ver que en aquel entonces se vivía bien, la verdad hay que decirla, qué bien se vivía, qué buenos sueldos, cómo se gastaba en ropa, la mujer no salía sin su lindo sombrero, sus buenos guantes, los chicos, bueno, aquí está la foto. Carlos, que tenía diez, once años, no, diez, con pantaloncitos cortos y camisa de puntillas, y Titina, divina, ella tenía aquí siete años, con su vestidito de organdí con lazo de tafeta. Mis sobrinos están muy arregladitos también, y los chicos de Norita Rivarola, ni hablar, la suprema elegancia, claro que ella era finísima, de una familia muy distinguida, mi amiga de toda la vida desde que trabajamos juntas como maestras en el Normal de Palermo. Perón sería lo que sería, pero la gente vivía bien, eso hay que reconocerlo. 0 la Argentina era más rica que ahora, que estamos tan pobres, que yo no sé adónde vamos a ir a parar. ¡Qué ricos los chicos! Tan educaditos, tan formales, tan alegres. Esteban y Oscarcito, los hijos de mi hermana Celia, que tenían aquí ocho y cinco años, divinos. Y los hijos de Clotilde, mi cuñada, la hermana de Pedro, qué loca aquélla tener cuatro hijos con el trabajo que dan; Roberto, ¿qué tenía? Once años, claro, y Mirta, diez, y Luis, dos, y el bebé, Eduardito, que nació en octubre, así que tenía dos meses. Están todos los chicos, con las dos de Norita, Mariela y Susana, que aquí tendrían nueve y tres, las chicas se llevaban como seis años, Norita no podía tener más y después quedó embarazada de Susana. Los primos eran muy amigos entre sí y las hijas de Norita nos visitaban bastante, era una época tan linda, de salir todos a comer afuera o al teatro, o de pic-nic con los chicos. Éramos muy unidos y los chicos también, y nos querían mucho a los grandes. Aquí están mi hermana Celia y mi cuñado Paco, y Norita y Sergio Rivarola, que era tan apuesto, pobre Sergio, y tan caballero, y mi cuñada Clotilde con Mario, su marido, qué lástima, murió tan joven, como Sergio. De los hombres sólo viven Paco y mi marido. Quién hubiera dicho que las chicas iban a enviudar bastante jóvenes todavía, pero claro, no se volvieron a casar, a los cincuenta y pico ya no hace la misma ilusión, y una ya vivió su vida. Parece un equipo de fútbol, los grandes atrás, parados muy derechos, los chicos, abajo, algunos sentados, Eduardito en los brazos de Clotilde. ¡Qué divinos! Cómo los mimábamos, los cumpleaños les hacíamos fiestas preciosas, los mandábamos a la academia a estudiar inglés, los teníamos de punta en blanco, les buscábamos colegios buenos, les dábamos vitaminas para que crecieran sanos, se salvaron todos de la epidemia de poliomielitis porque les hervíamos el agua, la ropa, y los dejábamos jugar sólo en el jardín de casa, qué verano terrible aquel, pero por suerte no se contagiaron. Perón decía que los únicos privilegiados son los niños y en eso tenía razón, eran privilegiados, todos soñábamos con un futuro magnífico para ellos. Nosotros habíamos progresado pero ellos sin duda iban a llegar más lejos, más alto. Mi hermana Celia y yo tuvimos una infancia buena, pero éramos pobres. Recién de grandes pudimos tener lo que queríamos. Igual Pedro y mi cuñada Clotilde. Y Paco y Mario también venían de infancias humildes. Nuestros chicos, en cambio, no voy a decir que nacieron en cuna de oro, como las hijas de Norita y Sergio Rivarola, pero tuvieron de todo. Juguetes. Me acuerdo cuando yo llevaba a Titina a la Galería Pacífico a ver las muñecas Marilú. Norita llevaba a Mariela y a Susana, y les comprábamos las Mariquita Pérez, las Marilú y ropitas, y el muñeco Bubilay que era como un hijo para Titina, pobre Titina, qué desgracia. Eran los privilegiados, sin ninguna duda. Les dimos a ellos todo lo que no tuvimos nosotros, ¡qué alegría nos daba verlos felices, verlos crecer sanos y contentos! Al año siguiente de esta foto, en el cincuenta y cinco, cayó Perón. Todavía me acuerdo del bombardeo de aquel año, cuando mataron a tanta gente en la Plaza de Mayo. Pedro estaba en el centro y me habló por teléfono para que fuera a buscar a los chicos al colegio porque se decía que iban a bombardear toda la ciudad, y allí corrí yo, muerta de miedo, a buscar a Titina y Carlos, que también estaban asustados, escondidos debajo de los bancos, y la maestra, que era peronista, llorando. ¡Qué año aquel! La Marina estaba en contra de Perón, y después el Ejército y me parece que la Aeronáutica también, de política no sé, los radicales estaban en contra y me parece que los peronistas también, porque los militares echaron a Perón y los peronistas no hicieron nada. Qué se yo, la cosa es que cuando Perón se fue todo se calmó y la vida siguió igual. Igual, igual, no. Porque a los chicos no les enseñaban más cosas peronistas en el colegio, y al que tenía un retrato de Perón lo fusilaban, por lo menos así se decía entonces, no sé bien, porque como nosotros no teníamos, no nos pasó nada. A Perón no se lo nombró más y se acabó. Como si no hubiera existido nunca. Yo no lo extrañé, para mí todo siguió igual, nunca me interesó la política. Lo que sí me sorprendió fue cuando volvió, dieciocho años después, y muchos de nuestros chicos se hicieron peronistas. Nosotros no éramos peronistas y cuando Perón era presidente todos eran tan chiquitos que no sé de qué podían acordarse. ¿Será por lo que les enseñaban en el colegio? No sé, la verdad es que no sé, es un misterio. Pero se volvieron todos o casi todos peronistas. Vaya a saber por qué. Hasta Mariela, la hija mayor de Norita Rivarola, andaba por la calle con un cartel de Evita. Increíble. Porque Evita casi le confiscó la fortuna a la abuela Rivarola, cuando ésta la enfrentó por un asunto de la beneficencia, no me acuerdo cómo fue pero Norita odiaba a Evita, y todavía hoy, con el tiempo que ha pasado. Aquí en la foto Carlos está un poco serio. Siempre fue serio mi hijo. Se tomaba todo a pecho. Me acuerdo cuando Sergio Rivarola le prestó su radio de onda corta, tenía unos dieciséis o diecisiete años, y escuchaba Radio Habana, al loco ese de Fidel Castro, que hacía discursos de cuatro horas, y Carlos los oía de cabo a rabo, muy serio, y me echaba de su cuarto cuando lo llamaba para comer. “Radio Habana, Cuba, Territorio Libre de América”, decía la radio, y yo le preguntaba a Carlos: “Nene, ¿y nosotros no somos territorio libre? ¿San Martín? ¿Y los patriotas?”. Y él, que ya se estaba poniendo rebelde como todos los muchachos en ese entonces, que ya no respetaban ni al padre ni a la madre, me contestaba: “Callate, vieja, que vos no sabés nada. Estamos colonizados por los yanquis. Hay que luchar para liberarse”. Y seguía en contra de nosotros dale que te dale, que Pedro y yo éramos unos burgueses que pensábamos sólo en la plata, que no éramos luchadores —¡qué injusto!, ¡con lo que trabajó Pedro para darnos lo mejor!—, que nunca íbamos a liberar a la patria, que liberación o dependencia, qué sé yo cuántas pavadas. Los muchachos, después que se fue Perón y crecieron, empezaron a decir pavadas, pavadas que nunca se habían oído. Y no sólo Carlos, todos: Mariela, mis sobrinos Esteban, Roberto, Mirta, todos. Titina no, ella ya pensaba en ponerse de novia, en casarse, era muy juiciosa y consciente de sus deberes. Y se casó jovencita, como yo. El marido también decía pavadas, pero no tanto. Era y sigue siendo un buen muchacho. Trabajador. Es abogado. Medio peronista, pero eso ya no tiene importancia, pobre, qué desgracia, si hubiera tenido más hijos, sigue tan triste esta chica. Aquí en la foto, la comparo con Mirta, ya se veía cómo iban a ser de diferentes. Mirta, qué desastre de chica, nunca le gustó ser mujer, para mí. Otra a la que le gustaba Fidel Castro y que después se hizo montonera, cuando volvió Perón. Se casó cuatro veces y ahora está sola. No tuvo ningún hijo y no le importaba andar por ahí con cualquiera y decir como una desvergonzada que cuando quedaba embarazada, abortaba, porque no quería que nadie la atase. Ahora se embroma, porque ya está vieja y se quedó sola. Aquí en la foto, Clotilde le había puesto un vestidito muy lindo y dos grandes moños en el pelo. La madre la cuidaba, no fue su culpa que después Mirta anduviera mostrando la cola con su minifalda y hecha una zaparrastrosa con campera con remiendos y el pelo largo y sucio. Como Roberto, su hermano, al que también se le daba por vestirse como un vago, pero por lo menos estudiaba y se recibió de doctor en Letras, un orgullo para Clotilde, aunque con la política se arruinó, ahora podría ser todo tan diferente. Igual que Esteban, el hijo de mi hermana Celia, la política, la política, y cuando no era la política, era la música, la droga, también todas cosas raras. Ahí está, los mayorcitos adoraban a Fidel, los más chicos a los Beatles. Hay que ver Susana cómo la tenía loca a Norita con la música a todo lo que da día y noche. Y Luis, lo que le hacía a Clotilde, le llenaba la casa de gente rara, Clotilde dice que fumaban marihuana y rezaban con un tipo raro que venía de la India o de no sé dónde. Yo le decía a Clotilde: “Por lo menos rezan, peor estoy yo con Carlos que ya no viene a dormir a casa y tiene una ametralladora en el bolsito de gimnasia”. A Pedro nunca se lo dije, porque si no, qué disgusto para él. Tampoco le dije a Celia que su hijo Esteban llamaba al mío comandante Ernesto, yo le decía a Carlos “¿Para qué te llaman Ernesto si vos te llamás Carlos?”. Y Carlos me refundía con la mirada y me decía cosas feas, que si lo traicionaba sus compañeros me iban a ajusticiar, qué sé yo. Nuestros chicos cambiaron tanto. Y cuando volvió Perón, no se los reconocía más, parecían hijos de otra gente. Todos. Salvo Titina. Hasta Eduardito, que ya no era más un bebe sino un peludo con un conjunto de rock, largó el colegio en tercer año. Soy injusta, Oscarcito, el hermano menor de Esteban, era bastante bueno. Tenía sus cosas, como ser que era medio comunista, pero se recibió de médico. Como yo le decía a Celia: “Dejalo ser comunista mientras no sea violento”. Porque Carlos, Esteban, Roberto, Mirta y Mariela, hay que ver. El que no era montonero era del ERP, y el que no, hacía la guerra por las suyas. ¡Qué época esa! Toda la gente en la calle, haciendo manifestaciones, Perón de aquí, Perón de allá, ya no hablaban más de Fidel sino de la revolución peronista. Un día aparecían veinte por casa, vaciaban la heladera, escondían libros y armas en el jardín, armaban bombas en la cocina, y después se iban. Y no eran sólo varones, no, también chicas, que tendrían que haber estado cuidando a sus hijos en sus casas, ya estaban grandecitas. Pero no. Aquí en la foto, los miro y no lo puedo creer. ¡Si cuando eran chicos no jugaban a los soldados! Los llevábamos al desfile del Nueve de Julio y listo. Siempre digo: “Si querían ser soldados hubieran ido al Colegio Militar”. Carlos me decía: “Somos soldados de Perón, del ejército del pueblo, no soldados cipayos y vendepatria”. Nunca entendí qué quiere decir cipayo. Me suena a zapallo, y, eso sí, nuestros militares han sido verdaderos zapallos muchas veces. Siempre echando a los presidentes, siempre queriendo mandar ellos, como si fueran mejores. Yo no sé. Para mí que todo eran líos entre ellos, porque Perón también era militar. Pero en política no me meto, porque no entiendo. Estoy pensando tantas cosas a la vez que me mareo. Los viejos cuando le hablamos a alguien parece que habláramos solos y cuando hablamos solos parece que le habláramos a alguien. Aquí en la foto se ve la mesa al fondo. No me acuerdo qué preparábamos aquella noche, antes de que Fidel y los Beatles y Perón que renunció y los militares que lo echaron arruinaran todo. Se comía tan bien, se dedicaba tanto tiempo a la cocina. La mejor cocina era la de la casa de Clotilde, en La Lucila. Era la más moderna aunque ahora quedó muy antigua, Clotilde apenas puede mantener la casa con lo que le dejó Mario, no se va a poner a modernizar todo ahora, más viviendo sola. ¡Tantos años y todos seguimos viviendo en las mismas casas de aquel entonces! Celia y Paco en el chalet de la calle Yerbal, Norita en su departamento de Pueyrredón y Peña, nosotros aquí, siempre en Ciudad de la Paz y Aguilar, lástima que el barrio cambió tanto, con todos estos edificios de departamentos. Clotilde tenía su casa hecha un chiche, Mario invitaba a muchos colegas médicos, tenía que tener todo bien puesto. Todas nosotras cuidábamos mucho el detalle para hacer quedar bien a nuestros maridos. Sabíamos que si ellos hacían una buena carrera, nuestros hijos harían una mejor. Cuando nos llamaron a la morgue para entregarnos el cuerpo de Carlos, pensé eso, qué tontería, que su carrera había terminado y que a los treinta y dos años no había llegado a ningún lado. Era raro. No podía llorar. Mi hijo estaba ahí muerto, se veían los agujeros de las balas en el pecho y en la cara, y yo no podía llorar. Como si no fuera Carlos, como si fuera otro. A Norita le pasó igual, cuando llevábamos a Mariela al cementerio, gritaba: “Mi hija, quiero a mi hija, ésta no es mi hija”. Y Clotilde, cuando a Mirta la metieron presa, me decía: “Voy a la cárcel a llevarle cigarrillos a una desconocida que me llama Clotilde y no es capaz de decir mamá”. Y Roberto, que se exilió a tiempo en Venezuela porque si no lo agarraban, ya casi no le escribe, y Clotilde no sabe nada de Facundito, su nieto. Y Celia, que dio lo que no tenía para que Esteban pudiera escaparse a España y cuando lo fue a visitar, no le daba ni la hora, y además tenía que escuchar a sus nietos Juan Manuel y María Eva hablar con acento español, diciendo que la Argentina es una tierra de tiranos y asesinos. ¡Qué barbaridad! Pobre Clotilde, con Luisito que al final se le perdió en la India, nunca más volvió a saber de él, y Norita, que nunca encontró al bebé de Mariela, porque Mariela tuvo un hijito antes de que la mataran. A Celia le quedó Oscarcito, que al final se casó y tiene dos nenas, Romina y Lorena. Oscarcito sigue comunista. Ahora está contento con la democracia, que se elija el presidente, que sea radical o peronista, dice, con tal de que no haya golpe militar, pero ahora parece que le sale la visa para ir a Estados Unidos, aquí gana muy mal, los pacientes no pueden pagar, qué se yo, si Oscarcito se va, Celia se queda sola. ¡Qué cosa! Susana, la otra hija de Norita, también se casó, con un muchacho muy distinguido, pintor, lástima que es también homosexual, tuvieron una nenita, Noëlle, que es preciosa, finísima como la madre, va a un colegio inglés. Bueno, Clotilde tiene también a Eduardito, aunque no lo vea casi nunca, porque siempre viaja de aquí para allá con su conjunto de rock, y a Mirta, que ya está libre y vive sola en el centro, a lo mejor alguna vez hacen las paces, Y yo tengo a Titina, pobrecita, que me quiere mucho, pero no viene porque no le gusta salir de su casa. En eso salió a mí. Parece mentira, terminó aquella guerra y al poco tiempo, otra. Contra los ingleses. Fabiancito, mi nieto mayor, el hijo de Titina, hacía el servicio militar. Lo mataron cerca de Puerto Argentino, ya se estaba por terminar la guerra. Le dieron una medalla a Titina, pero el cuerpo quedó allá en las Malvinas. Tanto frío, tanto frío, Fabiancito, ¿por qué te hicieron eso? Si vos eras bueno, estudiabas y creías en tu Patria, ¿por qué? Aquí en la foto, están todos los chicos, tan ricos, tan lindos, tan cuidaditos. Y adentro de ellos, las semillitas de Fabián, Facundo, María Eva, de Lorena, de Romina, de Juan Manuel, de Ernestito, el hijo que dicen que es de Carlos y que la madre no me deja ver, de Noëlle y del bebé que desapareció. Todos los chicos, los de antes y los de ahora. Yo le decía a Pedro el otro día: “Qué tal si este Año Nuevo hiciéramos una fiesta como las de aquel entonces, y nos reuniéramos todos, los chicos y los grandes, y preparáramos mucha comida y un árbol de Navidad grandote, grandote, como pedía siempre Titina”. Y Pedro me dice, el muy tonto: “Ya no hay plata para hacer una fiesta grande, el país está quebrado y nosotros en la ruina”, y yo le digo: “Pero si nos ponemos entre todos, un poco cada uno, no hacemos tanta comida, compramos un árbol más chico y que nadie tenga la obligación de hacer regalos”. Y él me dice: “Ya no estamos todos, muchos se murieron, otros se fueron, otros ni sabemos dónde están, otros están por irse”. Y yo le insisto: “Pero si aquí en la foto estamos todos. Estamos todos, los chicos y los grandes. Todos. En esta foto feliz, de aquel tiempo feliz, estamos todos, Pedro. No falta ninguno. ¿No ves, Pedro, que estamos todos? ¿Por qué no habríamos de estar juntos otra vez? Entre nosotros nunca nos peleamos, todo fue armonía. ¿No ves, Pedro, que estábamos contentos? ¿Por qué, Pedro? ¡Si nos queríamos todos tanto! ¿Por qué?”. Aquí en esta foto, están todos. Era la noche de Año Nuevo de mil novecientos cincuenta y cuatro. Me acuerdo porque llevo puesto el vestido blanco con lunares azules. Lo usé solo esa noche, y al año siguiente, en la comunión de Titina. Todavía tenía el pelo rubio. Unas canas aquí y allá. Ahora me lo tiño. No siempre, sólo cuando tengo ganas. El pelo se me cae a mechones, no sé por qué, deben ser los nervios.

 
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