(...) Aquel domingo de julio de mil novecientos ochenta y seis amaneció nublado. Hacia las nueve de la mañana, el sol se abrió paso a través del telón de nubes plomizas que cubría Buenos Aires. Desde la ventana de mi cuarto, observé los grises y afrancesados perfiles del Barrio Norte. Cuando un momento más tarde el sol irradió su potente amarillo, transformando todo en una alegre estampa de fin de siglo, decidí partir. Presentía que me esperaba una buena jornada. Había aceptado con regocijo la invitación al asado. Don Fernando Gómez Ayado me había advertido que sería la única mujer, y esto me halagaba. El estanciero de Areco se caracterizaba tanto por su agudísima inteligencia como por su alergia a las mujeres anodinas. Yo había recibido sus cumplidos un par de veces con motivo de unos trabajos periodísticos sobre la realidad argentina. No dudé del interés con que Don Fernando reclamó mi presencia en su estancia: una sensibilidad especial frente a la crisis argentina nos unía, una misma avidez por nuevas respuestas alentaba nuestras conversaciones. Por esos días, mis preguntas permanentes eran: ¿quién mandara finalmente en la Argentina?, ¿cuál será el destino argentino? Como miembro de número de la famosa generación de rebeldes nacida en los primeros años de Perón, yo había perdido los impulsos destructivos de la juventud y, tras todos los experimentos revolucionarios posibles (que habían dejado como saldo dos matrimonios fracasados, hijos lejanos y nerviosos, dos años de exilio, infinitos enemigos de izquierda, de centro y de derecha, y un oficio de cronista maltratado por los avatares políticos), me apoltronaba ahora en un conservadorismo mental que no tenía objetos propios y reales para conservar. Segunda generación de argentinos urbanos, una vida de saltimbanqui entre los fuegos cruzados de todas las guerras civiles desde el cincuenta y cinco hasta la actualidad, a los cuarenta y pico de años, era una mujer con mucha vida, con poco de que enorgullecerse, sin destino aparente.

A medida que conducía el auto hacia el Norte, el cielo se despejaba. A lo largo del camino se confirmaba el rito tempranero de encender el fuego. Carbón y leña, ramitas y papeles entintados, manipulados por hombres diestros que organizaban, en terrazas, balcones, jardines y parques públicos, la ceremonia del asado dominguero. Restaurantes y casas de comida convergían en el esfuerzo, y, más allá, en la ruta, legiones de buscadores del aire puro se instalaban en descampes y en las banquinas del camino, con parrillas altas o bajas, y ejercían la paciencia del quebracho duro o arremetían con el heterodoxo kerosén. Hilos de fino humo blanco, volutas dispersas de humo gris componían una red de mensajes amistosos extendida sobre todo el territorio nacional. Eran las diez de la mañana y domingo en todas partes. En las selvas del Norte o en los hielos del Sur, se asaba y se comía la sagrada vaca argentina tanto como en la llanura del Este o los cerros del Oeste. Allá iba yo, hacia Areco, donde el gaucho eterno había faenado un novillo, acarreado troncos hacia el círculo de tierra blanca y esbozado el gesto inicial de la lumbre. (...)

 

(...) Don Fernando escuchó complacido durante unos largos minutos, y luego nos invitó a tomar café en el interior de la casa ya que, siendo pasadas las tres, comenzaba a hacer frío. Los acordes melancólicos del gaucho nos acompañaron en nuestra caminata hacia la casa. Los servidores recogían los últimos platos, el asador tapaba las brasas con ceniza, y una de las muchachas ofrecía pequeños restos de carne a los dos lebreles que desde hacía horas esperaban su turno. Delante de mí iba Don Fernando, seguido por Marchetti y por Joaquín, haciendo bromas sobre la urgencia de orinar después de tanto alcohol y frío. A mis costados, marchaban el Doctor Luciolo, bien conocido político que hasta el momento se había mantenido sobriamente callado, Don Felipe Aguirre y Monsieur Pascalet. Algo rezagados venían conversando Jeremy Wilson con Clemencio Gómez y Ed Atkins con el General Olavarría. Como indeciso entre seguirnos y quedarse, entre nosotros y la perfección musical del gaucho, entre la presencia de Dios que todavía flotaba en el aire y los límites demasiados estrechos de la casa donde se reanudaría el diálogo, el Padre Viel permanecía detenido, absorto. Finalmente se decidió, y vino detrás de nosotros, dejando en el parque la gracia intangible de Dios y el eco vibrante de nuestras reflexiones sobre el pasado argentino y el pasado de la humanidad.

Ni bien entró en la sala, Romualdo Marchetti exclamó:

—¡Silencio! Que nadie hable, que nadie se mueva. Esto es estupendo. ¡Observen! ¡Que la magia de este lugar les entre por los ojos antes de proferir una sola e insensata palabra! ¿No es esto una magnífica condensación de la cultura argentina? Primero, las ventanas, para apreciar qué clase de exterior nos rodea. Allí el campo, llano, infinito, con un cielo azul y un aire cargado de vacío, de salvaje y americano vacío, apto para todas las preguntas, todas las lucubraciones y todas las imaginerías, un espacio de nada que nos permite a los argentinos llenarlo con todo. Más aquí, la visión sesgada de los potreros, y el ganado, con la vaca, emblema metafísico del eterno rumiar del espíritu. Más cerca todavía, los patios interiores, que hablan de una arquitectura andaluza, y la visión del ir y venir de gentes de piel blanca y morena, que hablan de una nueva raza americana. Entremos ahora; aquí estamos. Las paredes blancas y las arcadas nos recuerdan el pasado colonial, el amplio espacio de esta sala habla de la generosidad de los criollos, las marcas de ganado que adornan la parte superior de la chimenea .y estas cestas con frutos y espigas describen la industria primordial y opulenta de estas tierras. El mobiliario, confortable y distinguido, y los adornos, refinados y valiosos, son eclécticos. ¿Es esto un interior español? ¿Un interior inglés? ¿Un interior francés? ¿Un interior italiano? Que sus ojos recorran y admiren todo, que no se detengan, y atesorarán la imagen de lo argentino perfecto. Descubran el fantástico piano alemán y la guitarra española, el bandoneón invisible, la quena del altiplano. ¡Donde no ven, rememoren y oigan! ¡Y dejemos oír nuestras voces! Acentos distintos, asimilados, y una suavidad tímida en la lengua como si temiésemos quebrar el silencio. ¡Y veamos nuestros propios rostros, nuestros propios cuerpos! Esqueletos que llevan el peso de cien civilizaciones, gestos elaborados por los siglos, genes de todas partes, de todos los tiempos. Vibran en esta nariz aleteos egipcios, y en estos ojos, profundidad griega, y en este mentón, firmeza romana. Somos los personajes de esta fantástica invención del Gran Escritor del drama universal: argentinos inventados por Dios para actuar en la gran obra argentina. Argento, argent, plata, sublime plateado de las espuelas, de las monedas de esta rastra, de la virola de este mate, del collar de Lidia. Plata, plata, plata, que suprimió la palabra dinero de nuestro argentino vocabulario. Plata, y sólo queda el fulgor pasajero que pasa, viene y se va, plata con el eco de ensueños de conquistadores, de minas inagotables, de riquezas inexistentes. Amigos, ¿hay un pueblo en el mundo que ostente tal variedad de rasgos conscientes de sí mismos y sin embargo prestos a hundirse en una graciosa y estilizada unidad? Amigos, ¡qué lindo pueblo somos! Ay, ¡si no fuéramos tan inseguros, tan quedaditos! (...)

 
(...) —Dos generaciones trabajaron para ustedes, y ustedes se negaron caprichosamente a servir a su Patria. ¡Antipatriotas y antirrevolucionarios hasta el punto de bloquear el ascenso de los últimos en la escalera! Clemencio y sus hijos, y todos los más desposeídos podrían estar hoy mucho mejor, si ustedes no hubieran errado el camino y atrasado el reloj de la historia. Había que ser una planta humilde, Lidia. Ese era todo el secreto. Pero aún es tiempo. La Argentina es tuya, para que la bebas, la comas, para que te engrandezcas y la engrandezcas a ella. No la destruyas ni la niegues. Mientras vivas, no tendrás otra patria. Y muerta, será la de tus hijos. La patria de tus abuelos ya no existe. En cualquier otra nación, serás extranjera. Si vos no estás segura de tu argentinidad, los demás sí lo están. Has escuchado a nuestros amigos de Francia, de Inglaterra, de Estados Unidos. No se les ocurriría pensar que Don Fernando es una cosa, Clemencio otra y vos una tercera. Para ellos, ustedes tres y el resto de nosotros somos lo mismo: argentinos . También para Don Felipe Aguirre, español que nos ve a todos como criollos. Finalmente, y más allá de las disquisiciones de Pascalet sobre este término, los nacidos en América de padres europeos somos criollos. Lidia, sos criolla.

Joaquín me había ganado. Yo tenía un nudo en la garganta y solté una carcajada, seguramente en medio de un par de lágrimas:

—¡Mirá, Joaquín, nunca se me hubiera ocurrido llamarme a mí misma “criolla”! ¡Para mí, los criollos siempre fueron los de antes!

Joaquín tomó el mate que le tendía una de las muchachas y concluyó:

—Grave error. Criollos son los de antes y los que vinieron después. Todo hijo nacido en esta tierra es criollo. Señores, hemos asistido al segundo y último, supongo, milagro de la tarde: la última criolla se ha reconocido como tal y el pueblo argentino ha completado su unificación. Y creo, Ed Atkins, que ya va estando listo para ocupar su lugar entre los demás pueblos de Occidente. ¡Cuidado! ¡Que allá vamos los argentinos!

Todos rieron y se levantaron de sus asientos en medio de un jolgorio general. Don Fernando pontificaba divertido:

—Tenemos ahora una nueva inmigración: coreanos y chinos. Sus hijos serán criollos. Y se recomenzará el círculo, porque nuestros indios venían de aquellas tierras de Oriente. No en vano a la gauchita la llamamos “china”. Pero sí, la historia es circular. Vuelven los que ya vinieron.

Clemencio me palmeó socarronamente:

—No le hagás caso a Joaquín. Los negros no somos resentidos, y nos encantará tenerte de compañera.

Todos se dispersaban ya; la última luz de la tarde nos transformaba en sombras. Las muchachas encendieron lámparas. Oí afuera el ruido de un motor, busqué a Joaquín y ya no estaba. ¿Era él quien se había ido? Me despedí de Don Fernando y le agradecí la invitación. “Esta es su casa”, me dijo. Y de verdad, sentí que lo era. Con el corazón aliviado, comprobé que la casa argentina ya era mía. Para bien o para mal, yo ya estaba allí. Saludé a unos y a otros y salí. Ni rastros de Joaquín, y la cupé roja ya no estaba entre los demás autos. Puse el motor en marcha y me dirigí por el camino de álamos hacia la ruta.

Atravesé los campos lentamente. Un sol enorme teñía de malva el horizonte. Y caía, terminando el día. Recuerdo que pensé en el persistente izquierdismo en los grandes partidos populares, en la insistente política exterior izquierdista de los últimos años. Joaquín tenía razón. El proceso hacia una nueva élite que prolongase las tradiciones de la primera aún no estaba terminado. La Argentina sería grande con grandes dirigentes, y estos estaban ahora y todavía en el vientre de la historia. ¿Tenía yo aún un destino posible? Entre las nubes tornasoladas, al fondo del camino, estaba la respuesta. Tiempo. Los campos se extendían hasta perderse de vista. Eran también míos. Espacio. “Argentina mía”, pensé, “qué difíciles fueron las preguntas y qué simple la respuesta”.

Con renovadas esperanzas, encaré la autopista y, entre la multitud de autos del domingo, enfilé hacia la Capital. El fuego de los asados se había consumido.

 
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