(...) Impecable en su terno azul, Miguel se droga con una súbita alegría, abandona el carrito de las bebidas, palmea, manotea delicadamente, besa sin apoyar los labios, mientras Rosita —muy silenciosa, muy anciana, muy sirviendo— ayuda a los invitados a quitarse los abrigos. Terminan de llegar de a poco; son siete. Laura conoce solo a una mujer, Teresita, que la besa y le dice formalmente: “¡Qué mono tu vestido! ¡Y qué mono tu collar!” Miguel sirve whisky y un cóctel de ron que todos parecen haber bebido ya en el Caribe. Se ríen sin estridencias. Hablan del padre de Miguel, del polo, de la brillante carrera de polista que abandonó por las finanzas y la política. Miguel se queja, las cuestiones de dinero son menores, le hubiera encantado que su padre se realizara como deportista, habla de su propia vocación frustrada, la de músico, qué gran concertista pudo haber sido, los estudios de derecho, la responsabilidad de seguir a su padre. Se hacen algunos comentarios acerca de la edad, del paso del tiempo. Suena el teléfono: Rosita atiende en el dormitorio, se asoma al pequeño hall y alza las cejas a Laura en imperceptible seña, un aviso levemente reprobatorio —tal vez porque las señoras no deberían responder llamadas en medio de una reunión—. Laura se excusa en silencio, los invitados fingen no ver su partida: la contabilizan como presente, hundida en su sillón escuchando atenta.

Lala. Lala olvidada, perdida, escapada, escondida, perseguida; Lala de las movilizaciones cara al sol; Lala, de las banderas negras y las vinchas celestes y blancas. Lala, aquella rubia sexy amiga de Ana. Lala, con la voz cascada por la angustia y los cigarrillos. Laura siente que se ahoga. Lala habla a borbotones: mataron a Ana. Está totalmente confirmado. Investigan: Laura y Lala están en la lista. Es un dato fidedigno. Lala explica apresuradamente: dudaba en telefonear, no sabe si acaso la línea de Laura está intervenida. Solo se atrevió ahora, en media hora sale su avión para Río de Janeiro. Lala está asegurada: era inexcusable no prevenirla. Todo es peligroso, muy peligroso. Laura percibe un cierto tono teatral, como si Lala recitara un texto, como si la realidad de perseguidos, presos y muertos, inocentes o culpables fuera una farsa granguiñolesca, con un final feliz de todos modos. Ana muerta. Lala retoma su discurso admonitorio: hay que huir, irse, borrarse. Rosita otra vez, como un cuadro antiguo entre los marcos de la puerta, espera la orden de servir. Laura cuelga y con una palabra asiente, movilizando por fin a la inmutable criada. Vuelve al living, donde circulan incansables el cóctel de ron y la melodía fluida de las mentiras y mentiritas que ennoblecen las vidas, hechos y circunstancias de los amables invitados. (...)
 
(...) Elena Andreyevna escucha atenta, crispada; el Tío Vania le habla: “¡Querida mía! ¡Preciosa! ¡Sea buena! Por sus venas corre sangre de ondina, pues séalo de verdad”. Alberto corta la escena. En su doble rol de Vania y director se acerca a Elena y la toma apasionadamente por los hombros: “Decime Laurita, ¿vos te acostarías conmigo?”. No. “¿Por qué?” Por que no me gustás. Alberto se separa satisfecho, como habiendo obtenido exactamente la respuesta que esperaba: “Perfecto”. Se cruza de brazos y señalando con el mentón a Cora y a Pepe, que observan con escaso interés el desarrollo de la escena, grita: “No estamos solos, Laura, y esto es muy importante porque modifica tu actitud. También la de Elena, que está siendo observada por la pobre Sonia, inferior, fea, sin pretendientes. ¿Podrías decirme ahora qué siente Elena hacia el Tío Vania? ¿Asco? ¿Rechazo? ¿Indiferencia?” Laura recuerda el miedo y la impotencia de Pepe, cuando la policía iba día tras día a buscar a su departamento al inquilino anterior. Pepe embarullado en el absurdo, en las trampas burdas, en las emboscadas de medianoche, en las artimañas para detectar una presunta complicidad. Pepe salvado por fin por un amigo providencial que detiene los procedimientos y zanja definitivamente con la cuestión. El amigo influyente: ¿policía?, ¿político? Elena Andreyevna no piensa nada de Vania. Vania no importa mucho en realidad en la vida de Elena. Alberto se tira de los pelos: “Soberbia, Laura, ¡esa respuesta es indigna! ¿Cómo se llama la obra según ese criterio: Tía Elena ? Atrás, volvamos atrás, esto está verde. ¡Muy verde!” (...)
 
(...) Sabe que es una imprudencia, pero camino a El Cervatillo no puede evitar pasar por la casa de Ana, el mismo viejo departamento de Rodríguez Peña y Guido, ahora apenas un poco más deslucido. Nanny le abre la puerta y su saludo es como un quejido: “¡Laurita!” Laura se sienta en el bergère que tan bien conoce, retapizado en un floreado marrón. Ana odiaba las telas floreadas, elegía vestidos lisos, se permitía apenas un escocés. Nanny se acomoda en el enorme sofá de tres cuerpos —el mismo donde Ana y Laura se instalaban para conversar a lo largo de muy diferentes épocas, desde las figuritas españolas hasta el tiempo de los primeros amantes— y ahorra a Laura la dificultad de buscar las palabras apropiadas: “¿Vos creés, Laurita, que es cierto? Yo quiero creer que está viva, en algún lado y que me la devolverán.”
Desaparecida. Una cómoda categoría que es —ambas lo saben— una misericordiosa antesala de la muerte, imposible de confesar o sencillamente desconocida. ¿O acaso alguien archiva las masacres? Ambas lo saben, Ana inmiscuida en una guerra sucia y descontrolada, feroz e impiadosa de un lado y de otro, cruel e imposible de detener, con sus propias leyes. Esos malhechores dicen que mi hija está muerta. Si es así, ellos mismos la mataron. Ana quería dejarlos, ¿sabés? Los ojos de Nanny se iluminan, un coronel amigo le ha prometido encontrarla, lo ha jurado, por la memoria del padre de Ana. Te das cuenta, Laurita, ¡qué no hubiera hecho Ramiro por encontrarla! Quién sabe, tal vez ella ni se hubiera metido en todo esto. Nanny se afloja, está muy delgada, y Laura la ve envejecer en un segundo. Le recuerda a su propio padre, tan distante, tan vencido por la vida. Nanny tensa su cuerpo y se inclina hacia Laura buscando complicidad: “¿No te parece?” Laura menea la cabeza, no sabe qué decir. Ana siempre estuvo con unos o con otros, jamás indiferente, siempre apasionada, cambiaba de idea y de bando con convicción y fiereza, y en arranques de honestidad brutal y desmesurada bañaba a amigos y familiares con húmedos y fervorosos mea culpa. Tal vez quería dejar la guerrilla. ¿Quién puede decir ahora dónde Ana veía últimamente el espejismo de la justicia? Laura besa a Nanny y le susurra débiles “Ojalá”.
Ya son casi las tres, el sol tibio de primavera se le arrima a la cara. Ana ya no existe. Jamás volverá al departamento de Rodríguez Peña, jamás volverá a mirar a su madre, jamás para hablar a Laura. Tragada, deglutida en el funesto baile de máscaras, su sombra y hasta su alma han desaparecido sin dejar una señal. Laura cae sobre sí misma: una señal, sí. Ana la está señalando, exhibiendo como amiga y cómplice ante un enemigo común. Ana tramposa. Ana autoengañada. Ana amada. Laura se ordena. Ideas actuales: vago apoyo al Ejército que procura una cierta seguridad en la síncopa de las bombas guerrilleras en algunas memorables noches del Barrio Norte. Laura precisa los sistemas en los que desenvuelve su vida: Elena Andreyevna, la moquette beige, Miguel y aun la odiada Rosita, que —después de todo— limpia en lugar de ella. La idea de tener que volver a pensar en términos de política la perturba: una melaza caliente donde es mejor no sumergirse. Llega al bar; ellos ya están ahí: Pepe, un poco adormilado y con el pelo desordenado, y el amigo, peinado hacia atrás, la mirada firme y la boca en una sonrisa blanda que Laura percibe como algo burlona. Se acerca a la mesa, Pepe la presenta y se queda de pie como dispuesto a irse. El amigo se levanta, tiene un traje gris casi elegante y modales muy cuidados. Se presenta como Hartmann. Se sientan, Laura pide café, Pepe se excusa y se va, Hartmann apoya las manos sobre la mesa y pregunta a Laura cuál es exactamente su problema. (...)
 
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