La patente de argentinos

 

Lo esencial a saber de la identidad argentina es que existe. No importa demasiado definirla. Salvo cuando se trabaja sobre aspectos puntuales de esta identidad para desarrollarlos, mejorarlos o aplicarlos creativamente a la producción, lo mismo da ser de una forma u otra: lo relevante es ser, y ser productivamente. Sin embargo, ese “ser” de los argentinos se ha traducido históricamente en un “estar” inestable en el mundo: arrogantes y prepotentes, los mejores del mundo, o la última basura, desvaídos, negados a ser una presencia útil en el planeta, humillados. En las nuevas generaciones, se advierte un cambio: un “estar” más estable, menos conflictuado, más asentado, un “ser” argentino más reposado y seguro, aunque carente de reflexión sobre sí mismo y sobre su rol en el mundo. Los argentinos más jóvenes son, por fuerza del tiempo y de la historia, más argentinos que sus padres y sus abuelos, pero no lo saben, porque no se interrogan acerca de ello, y menos aún saben qué hacer con esa valiosa pieza de identidad por fin fraguada. Durante los campeonatos mundiales de fútbol, sí saben ponerse la camiseta celeste y blanca y vivar a la Selección. En política, y en el juego de las naciones, no tienen demasiada idea, ni dirigentes que les cuenten algo más acerca de ese juego. El último gran entrenador político nacional fue el general Perón. Después de él, y a pesar de la camada de jóvenes dirigentes que con las mejores intenciones él mismo propulsó en l973, no han surgido líderes que retomen la docencia sobre este “ser” y “estar” de los argentinos en el mundo, a pesar de la importancia de este tema, esencial para el desarrollo de la vida laboral y comunitaria.

No es la falta de nacionalidad lo que ataca el mejor despliegue argentino, ni siquiera el domino teórico de los aspectos constitutivos de esa nacionalidad, sino la inconsciencia de lo que la nacionalidad significa como patente de tránsito en el mundo. Se ve a los argentinos definirse a sí mismos por género: son hombres o mujeres; por profesión, son médicos, obreros o empresarios; por ideología, son socialistas, liberales, radicales; por pertenencia histórica, son peronistas o gorilas; y sólo como argentinos cuando la contrastante presencia de extranjeros así lo impone. Se es argentino frente a un inglés en la Guerra de las Malvinas, argentino en el Mundial de fútbol y argentino en las Naciones Unidas. Pero rara vez se es argentino de entrecasa, argentino de todos los días, argentino para uno mismo, porque sí, porque también es lo que se es, además de varón o mujer, maestro o ingeniero, socialista o liberal, peronista o gorila.

Esta inconsciencia cotidiana de ser argentino durante el desayuno, cuando nadie nos mira (o sólo nuestra propia familia, que suele participar de la misma inconsciencia y ajenidad), se nota a la hora de incluir ese dato de identidad en la actividad laboral, social y política: el argentino, en sí mismo, lleva la argentinidad con ligereza, sin peso, sin fuerza. Como no se piensa argentino, no lo es en la plenitud de sus recursos: su ser argentino no tiene entidad verbal, por lo tanto no existe como motor propulsor de acciones. No es suficiente que el argentino se piense argentino frente al extranjero; es necesario que se piense argentino en el centro de su ser íntimo. En este punto, no debe agregar ni quitar nada a lo que es, simplemente instalar el hecho verbal “soy argentino” o “soy argentina” como una manifestación de lo que se es en realidad. No se trata tampoco de una identidad limitativa; se pueden adicionar infinitas otras identidades de pertenencia histórica, cultural o geográfica, como “soy cristiano, judío, americano, iberoamericano, hispanoamericano, cordobés, porteño, boquense, sureño, etcétera”. Pero el “soy argentino” debe quedar instalado psíquicamente para permitir una operatividad eficiente en el mundo global.

El argentino debe cumplir este trámite interior de “patentarse”. Es un trámite personal de identidad, un acto mágico de posesión de la patria, un acto que calza el ser argentino en su cabal dimensión de peso y autoridad. El argentino asumido habla y actúa, en su casa y en el mundo, como un argentino. Sus palabras y acciones toman el color de lo real, y el cipayismo es una enfermedad ante la cual queda inmunizado. Cipayos serán otros pueblos frente al argentino, rendidos quizá por la envidia a tanta seguridad en sí mismo. O cipayos serán algunos argentinos —pocos, cada vez menos— resistentes al éxito posible, cultores de la humillación y del fracaso, ciegos a la ventaja que implica el asumir lo que se es en plenitud.

Muchos de los males padecidos en las últimas desorganizadas décadas vienen de la carencia de patente. El pobre desempeño diplomático y comercial, la escasa difusión del arte y la cultura argentinos en el exterior, la difícil negociación en el Mercosur frente a los asumidísimos brasileños, la estrategia errática de los empresarios industriales y de servicios frente a una deficiente conducta política del Estado, tienen su origen en el escaso ejercicio de ser argentino de todos los días. Cuando llegan las ocasiones poco espectaculares (ni guerras ni campeonatos) de ponernos a prueba, los argentinos no sabemos qué hacer, ni cómo sacar partido de nuestro potencial. Más aún, nos lleva un tiempo muy largo darnos cuenta, en cada modesta circunstancia, de cuál es ese potencial y en qué consiste nuestra mejor oportunidad frente al antagonista.

La paranoia nacional de las imágenes idealizadas del otro extranjero —que, simultáneamente, nos persiguen— completa el cuadro frente al cual los extranjeros sacan casi siempre la mejor parte. Nos falta, a partir de la asunción de lo que somos y del permanente ejercicio de esta identidad, construir alrededor de nosotros un espacio de pertenencia y potencial que nos permita jugar con comodidad frente al rival extranjero, por ejemplo, comercial.

Esto representaría quizás el inicio de un operar más eficiente, y el probable final de toda sumisión productiva. Patentados de argentinos, no sólo venderemos mejor lo nuestro sino que nos sentiremos más seguros para “inventar”. Y en vez de copiar lo ajeno y pagar royalties, cobrar por los inventos propios.

Y si esta táctica resulta útil en el terreno de los intercambios industriales y comerciales, es bueno recordar que la Argentina no es sólo “Argentina Sociedad Anónima”. La Argentina es también un actor cultural en la gran obra de teatro continental. Un actor cuyas posibilidades permanecen aún inexploradas a nivel colectivo. El argentino asumido no sabe aún qué música toca en el universo, y bueno sería también que prestase un poco de atención a esta realidad espiritual. Si las fronteras psíquicas entre nación y nación determinan roles y destinos históricos, no es menos cierto que en un nivel superior, el destino de la humanidad es común y universal. El argentino pone en ese concierto a futuro su nota propia, con su color lingüístico, histórico y cultural. Sería interesante que no desafine: se trata, después de todo, de pura música celestial. Aunque exigir este pensamiento a la hora del desayuno sea probablemente ya demasiado para el atribulado argentino, aún en expansión de su sencilla argentinidad.

 
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