(...) “Decimos Argentina, como decimos España: en femenino. Pensamos en la Argentina como un ente femenino. Esto no se refiere meramente al hecho territorial, la madre tierra o la Pacha Mama, valores útiles quizá para comprender el mayor arraigo que la gente del interior siente hacia la tierra que los alberga —en comparación con el porteño, siempre con un pie en el barro y el otro en un barco, de espaldas a la llanura y con el único horizonte portuario de un río que lleva al mar—. Alude muy especialmente a la construcción inconsciente que, como argentinos, realizamos cada vez que pronunciamos “Argentina”. No es lo mismo pertenecer a un país de configuración masculina que a uno de configuración femenina.
Ciertamente, no interesa hilar demasiado fino acerca de las valorizaciones exclusivamente culturales que se tejen alrededor de lo femenino o de lo masculino, sean ya hipervalorizaciones de lo femenino o de lo masculino, o simplemente desvalorizaciones de lo femenino. Es entonces, sobre una percepción profunda de lo femenino, limpia de toda connotación socio-cultural, que interesa investigar. La Argentina es, para el argentino, un ente femenino que lo contiene física y espiritualmente, un ente femenino al cual pertenece y que le pertenece. Es una tierra vista en femenino, un pueblo enlazado afectivamente con esa tierra en femenino, una nación cuya voluntad de organización comunitaria está dominada por los particulares y aún no bien aprehendidos lazos de ese pueblo femenino.
 

¿Qué es lo femenino? Lo cóncavo, lo albergante, lo receptivo, lo activo en cuanto a transformador de lo recibido. Lo femenino presenta además tres imágenes arquetípicas: la madre, la mujer, la hija. Es entre el juego de estas tres imágenes, y de aquellas características, que la persona argentina construye su imagen del ente “Argentina”. (…)

 

(…) La Argentina cóncava, la Argentina albergante, la Argentina receptiva, la Argentina activa transformadora de lo recibido, y la primera figura arquetípica, la madre, supone una Argentina hecha, madura, capaza de procrear y de alimentar a sus hijos. Esta es ciertamente la imagen que, si fuera real, más nos gustaría a los argentinos tener de la Argentina. Si así fuera, es difícil que continuáramos analizando nuestra problemática de identidad: la realidad correspondería a nuestra necesidad y a nuestro ideal. Pero la figura de la Argentina-madre admite otra posibilidad que la de una madre ideal: la de una mala madre. Y esta es una imagen frecuente, colorida por nuestras quejas cotidianas acerca de que el país no nos da lo que merecemos, y fortalecida por la experiencia de millones de emigrados que, decepcionados por no obtener la buena leche nutricia argentina, encuentran que otros países se la proporcionan con soltura y generosidad, sin exigirles mayores esfuerzos ni desgastes. (…)

 

(…) Éramos parte del imperio español; éste se desmembró, un poco por nuestras acciones independientistas, otro poco por los interesados desvelos del imperio inglés y, muy en particular, porque España no estaba en una coyuntura favorable para sostener ese imperio, aún bajo nuevas formas asociativas que mantuvieran una unidad económica y cultural. Quedamos solos. Éramos España, y súbitamente, fuimos Argentina. Teníamos madre; todavía hoy continuamos llamándola Madre Patria. Quisimos, de la noche a la mañana, inaugurar, por un acto de nuestra voluntad, una Argentina-madre. Se podría argumentar que aún estamos creciendo, si no fuera que, de alguna manera, estamos en un estadio anterior a la decisión consciente de crecimiento. En el estadio de añoranza, ni consciente ni reconocida ni objetivada, de la madre que perdimos. La imagen de madre nos es tan necesaria, que pasamos por alto el hecho de la pérdida, y confundimos la madre que tuvimos con la que creemos tener. Una —España— no existe más, y la otra —Argentina— es artificial, anticipada a las etapas naturales del desarrollo de todo ser. Y este es el nudo fundamental, donde entra otra de las imágenes arquetípicas: la de hija. Esta es la imagen real de la Argentina, la imagen esquiva, que tanto cuesta integrar en la psiquis colectiva de los argentinos.

 

Entre nuestros pensadores, fue un poeta el primero que caracterizó ese hecho básico de la Argentina-hija: Leopoldo Marechal, en su poema “Descubrimiento de la Patria”. Nadie como él quebró hasta hoy el espejismo de una Argentina-madre.

 
“La Patria era una niña de voz y pies desnudos.
Yo la vi talonear los caballos frisones
en tiempo de labranza;
o dirigir los carros graciosos del estío,
con las piernas al sol y el idioma en el aire.
(Los hombres de mi estirpe no la vieron:
sus ojos de aritmética buscaban
el tamaño y el peso de la fruta.)
..................................................................
El temor de la Patria y su niñez
me atravesó el costado (la cicatriz me dura).”
 

(…) La tercera imagen arquetípica, la de la mujer en tanto semejante o compañera sexual, queda anulada por descarte. Es el tiempo de la hija que debe crecer para ser mujer primero y madre después. Dice Marechal, sintetizando más aún su enfrentamiento con las imágenes arquetípicas:

 

“La Patria no ha de ser para nosotros
una madre de pechos reventones;
ni tampoco una hermana paralela en el tiempo
de la flor y de la fruta;
ni siquiera una novia que nos pide la sangre
de un clavel o una herida.”
 

Y resume finalmente:

 
“La Patria no ha de ser para nosotros
nada más que una hija y un miedo inevitable,
y un dolor que se lleva en el costado
sin palabra ni grito.”
 
Resumen
Fragmento
English
 
 
 
Copyright © 2015 Diana Ferraro - All rights reserved